miércoles, octubre 11, 2006

Yo era un hombre bueno: Leon Gieco

El plan inicial era compartir un tour ciclistico por el kdt, experiencia que podia ser poco práctica en términos periodísticos (especialmente a la hora de tomar apuntes) pero reveladora de ese “otro León”, el que también tiene derecho a desenchufarse de las buenas causas y de la mala sangre. Un sábado helado y gris desvaneció finalmente las intenciones deportivas y confinó el desenchufe a una mesa apartada de un restorán palermitano, a dos cuadras de su departamento. Entonces, una exquisita pizza de tomate, albahaca y queso y un Trapiche Syrah conducen ligeramente al relajamiento de una larga lista de tensiones sufridas antes, durante y después de la salida del cd Por favor, perdón y gracias. En el foco mismo de esa tormenta íntima y mediática ocurrieron los encuentros para esta entrevista. Una tormenta nada menor para un tipo que, aunque no lo aparente, ha padecido la exposición pública hasta los límites del ataque de pánico.

Sin embargo, cuando esta nota esté en la calle, tal vez prevalezca la adrenalina de la gira que llevará a Gieco y su banda por todo el país; quizá, para ese momento, las pasiones encendidas alrededor de la grabación del tema “Un minuto” junto con Pato Fontanet se hayan aquietado, al menos en cuanto a su relevancia mediática. Sin la posibilidad de encaminar esos resortes emocionales del futuro inmediato, me encuentro con un León Gieco todavía renuente a poner en marcha nuevamente la maquinaria rockera y, al mismo tiempo, visiblemente afectado por las derivaciones del caso Cromañón.

La idea es, de todos modos, hurgar en los pliegues afectivos de uno de los artistas más queridos del país, sin distinción de ideologías o gustos musicales. Después de tres largos encuentros con Rolling Stone, bajo la influencia de distintos estados anímicos, quedarán algunas conclusiones que acaso no desmientan la hipótesis original: León es un buen tipo que, además, se ve obligado a trabajar de tal. En el medio de esas dos variables –que podrían traducirse como su esencia y su imagen pública– radican probablemente los aspectos más interesantes del personaje. Ya en la primera cita con la revista, en las oficinas del sello discográfico emi, había dejado algunas puntas que enriquecían la mirada básica y lineal que suele establecerse respecto de León. Allí, el músico más compenetrado con la realidad, el que está sin ninguna duda más cerca de lo que le pasa a la gente, reconocía que muchas veces, para resguardarse, debe salir a la calle con un barbijo.

Gieco camina por las calles Sinclair y Seguí, en Palermo, con una suerte de tranquilidad impersonal. En parte, es su barrio desde hace ocho años, pero él sabe que nunca lo será del todo. Lo ha decidido así. El origen, la historia, las ideas, forman una totalidad difícilmente asimilable a una escenografía tan contradictoria. Rodeado de autos importados y edificios con seguridad las 24 horas, León pasea con la inmunidad que le confiere su intachable trayectoria. “Me vine acá porque estaba cansado, no aguantaba más. Antes, cuando vivía en Caballito, tenía todo el tiempo quince personas en la puerta de mi casa. A veces mis hijas llegaban y se iban a dar una vuelta porque no se animaban a entrar. Vivo acá para resguardarme. No me siento identificado para nada con el barrio, pero tiene algo interesante: nadie me da pelota. Acá no soy nadie. Con Alicia [su mujer de toda la vida] hasta pensamos en irnos del país. A mí me gustaría un lugar como Colonia, o incluso Montevideo.”

Una sensación gobierna la charla, aunque tardará en hacerse explícita. No es tan fácil ser León Gieco, más allá de los aplausos y del reconocimiento de todos por su compulsión solidaria. Habrá que rastrear en su historia para buscar las respuestas que expliquen los interrogantes de hoy. Hasta los 6 años vivió en el campo. A los 7, ya en Cañada Rosquín (provincia de Santa Fe), trabajaba repartiendo carne. “La primera guitarra me la compré con mi propia guita. Era el que más ganaba de toda la familia. En ese momento mi viejo no laburaba porque era alcohólico. Después consiguió la concesión del club del pueblo y ahí laburé durante años. Desde los 10 años hasta los 18 hice de todo, desde pelar pollos hasta preparar los ravioles. Estudiaba y trabajaba. Hasta las 12 de la noche, porque después me iba a ensayar con la banda que habíamos armado con mis amigos. Cañada era un lugar muy especial, porque, por ejemplo, en los asaltos que se hacían donde se remataba el ganado, en la Sociedad Rural, se escuchaba Jimi Hendrix. Y mi vieja a los 8 años me planchaba la ropa y me preparaba la guitarra. Estaba atendiendo a un artista. Y mi viejo, Onildo Gieco, cantaba en la orquesta del pueblo, era un tipo muy creativo, a quien tuve siempre como referencia.”

En su caso, no parece ser el discurso pregrabado del que se dice familiero, sino un eje tangible de su carrera musical. “Ya en Buenos Aires –prosigue–, cada vez que sacaba un disco, me iba para Cañada y al primero que le mostraba el disco era a él. Nos íbamos con el pasacasete al medio del campo, lo colgábamos del alambre de púa, preparábamos el asadito y le hacía escuchar las canciones. Si a él le gustaban, estaba todo bien. Era un ritual, que se cortó en el 92, cuando murió. Fijate lo que son las cosas: después del 92 mi carrera dio un vuelco, para mejor, pero hasta hoy sigo extrañando esa ceremonia. La vida, después, te va llevando por lugares que no imaginás. Cuando salí de mi pueblo no dije: «Quiero llegar a vivir enfrente de las torres Le Parc». Yo fui zapando la vida. La fui improvisando.”

Algunas de esas improvisaciones se toparon con el hambre, en distintas etapas de la carrera de León. “Cuando llegué a Buenos Aires adelgacé veinticinco kilos. Comía lo que podía y cuando podía. Después, en Los Angeles, cuando nos tuvimos que ir del país por las amenazas que recibía, volvimos a pasarla mal con Alicia y Lisa, que era un bebé. Me aparecí con mi Disco de Oro, enmarcado, buscando trabajo de cualquier cosa. Y no me daban nada, porque pensaban que era un delincuente que me había escapado de la Argentina. Vivíamos con dos pechugas de pollo por día. Por eso, si ahora nos estamos tomando este Syrah, bueno, está bien: ya me tomé muchos tetra-bricks en mi vida.”

El rock argentino arrastra un poderoso y extraño sentimiento de culpa, que no se verifica en el Primer Mundo, y que tampoco encuentra analogía aquí mismo, en otras disciplinas artísticas. León se ríe y asiente cuando le hago este comentario, poco después de entrar en un apacible bar palermitano. “Sí, es cierto. Yo soy culposo. Por un lado, pienso que me gané el derecho a tener una jubilación tranquila. No quiero que de viejo me hagan un concierto a beneficio para poder comprarme los remedios. Pero al mismo tiempo me da culpa estar bien. Entonces, doy mucho. También debe de estar eso de que «más das, más recibís». A veces digo: «Este mes me fue tan bien que estos conciertos los hago para tal fundación...». Cuando salgo con el auto ya sé que tengo un presupuesto mensual de peajes. Sé que por día, gasto 40, 50 pesos, y entonces salgo con cambio chico. Tengo identificados a mis clientes de los semáforos, y voy largando los billetes y las monedas. A uno le compro una flor, a otro una lapicera, hay otro que está en silla de ruedas y cuando paso le doy 20, 30 pesos. En Cañada Rosquín, lo mismo. Cuando se enteran de que llegué, al minuto mi hermana me avisa: «Ya están en la puerta».”

–¿Se puede ser progre, comprometido y solidario las 24 horas del día o hay un momento en que decís “¡Basta!”?

–No tengo celular, pero en mi casa recibo cincuenta llamados diarios, y eso que cada dos o tres años cambiamos el número. Más de una vez, corriendo por Palermo, me cruzaron el auto sólo para pedirme: “¿Le firmás un autógrafo a la nena?”. A veces, cuando me joden, pienso: “¡Cómo rompe las pelotas este hijo de puta!”. Pero no me sale contestarle mal. Y al final me da ternura. Lo veo que se va contento con su autógrafo para la nena... soy un boludo. Me pasó de estar enfrente de gente que me mira y se pone a llorar. ¿Qué querés, que siga de largo? Por ahí, Charly la hace más fácil: los manda a la puta que los parió y listo. A mí no me sale. Entonces, para que no me pasen esas cosas, salgo a la calle con un barbijo.

–¿Como el que usa Michael Jackson?

–Sí, igual. Lo adopté después de ver que lo usaban en Japón. Allá la gente anda con barbijos cuando está engripada; lo hacen para no transmitir los gérmenes. Yo en cambio lo uso para pasar inadvertido. Algunos me paran y me preguntan por qué lo tengo: “Porque me operaron de la nariz”, les digo. Se ven las cosas de otro modo. A veces siento que le resulto repulsivo a la gente. Me miran, me ven con el barbijo, se asustan y se corren.

Cuando lo invitan a un recital, pide que no le den entradas para las filas del medio. Prefiere las de atrás, así llega cuando el show ya empezó y se va antes de que termine. Amante del cine, va al Cinemark de Palermo, donde tiene conexión directa entre el estacionamiento y la sala. Por el hall ni aparece. La salida del cine: una especie de populómetro para medir fama, fobia pública y nivel de normalidad en la vida de una estrella (el Indio Solari, por ejemplo, dijo alguna vez que sólo va a ver películas en Uruguay o Nueva York).

Este conjunto de síntomas tal vez sea normal en todos los artistas con un nivel similar de exposición pública. Pero León lo dice. Se nota que le duele, y el organismo se lo cobró hace algunos años, durante la grabación de Orozco (1997). Me dice que no hay, científicamente, un vínculo directo entre el ataque de pánico que sufrió y el grado de exigencia cotidiana que supone ser Gieco full time. Pero algo de eso debe de haber. “Puede ser por el exceso de compromiso, mezclado con una angustia muy grande. Por suerte hay unas pastillitas milagrosas”, se ríe.

Recuerda entonces que en la época previa a Orozco se sentía angustiado y nervioso. Que tuvo varios episodios y que recién durante la grabación, en Los Angeles, asumió el tema porque ya no tenía otra alternativa. “Fue horrible. Pensé que me moría. Sentía que no me circulaba la sangre. Quería volverme a Buenos Aires, pero no podía. Le dije a mi mujer que se fuera para allá. Hasta llegué a llamar por teléfono a Charly. Le conté mi drama. Y me contestó: «Sabés, estoy grabando con tal y tal…». No me dio ni cinco de pelota. Pero a su vez, ese modo suyo de tomarse las cosas me hizo bien. Fue como una inyección de vida. En Los Angeles me tuvieron que internar, porque estaba tildado. Si seguía con la mirada fija en un punto de la habitación me moría ahí mismo. El médico dio con el diagnóstico enseguida: panic attack. Me dio una pastilla antivértigo y pude salir. Después tuve siete meses de tratamiento. No te curás del todo. Yo quedé un poco tildado. Y siento que perdí un poco la memoria. En los shows desparramo machetes con las letras por todos lados. En el micrófono, con dos atriles y un posavasos. No me da vergüenza. En Amnesty, Sting, Peter Gabriel ponían las letras en el piso, así que por qué no lo voy a hacer yo.”

Leon, ¿me firmas un autografo?

–Sí, claro, decime cómo te llamás.

–Carolina. Soy sobreviviente de Cromañón... ¿Es verdad que vas a cantar con Pato?

En el momento en que se produce este breve diálogo con la camarera del bar palermitano, León Gieco cree haber agotado ya todas las instancias derivadas de ese “¿Vas a cantar con Pato?”. Efectivamente, León cantó y grabó con Fontanet “Un minuto”; luego negoció personalmente con el productor Pelo Aprile la “liberación” del tema para que pudiera ser editado; cuando el disco salió a la calle, familiares de víctimas de la tragedia escracharon las viejas oficinas del sello emi y dos padres se reunieron con Gieco para pedirle que eliminara ese tema del álbum, que finalmente volvió a fabricarse sin “Un minuto”. Todo esto en medio de una semana contaminada de adrenalina burocrática y dardos que hicieron blanco en la imagen pública –hasta entonces inmaculada– de León. Carolina, al margen de estas sinuosidades que Gieco –piadosamente– evitó desmenuzar, se quedó contenta con su autógrafo y con la idea básica de que el tema fue grabado aunque termine siendo una pieza para coleccionistas. Las cosas, en su esencia, son más simples de lo que surge de su configuración mediática.

Gieco mueve la cabeza cuando se le hace esta observación. Viene de sobrellevar un puñado de días que podrían contradecir cualquier noción de la sencillez y la sobriedad. La tercera cita con Rolling Stone, primero en el bar, minutos más tarde en el restorán de la calle Seguí (a una cuadra de los lagos de Palermo) tiene por objeto ordenar la vorágine. Gieco le pregunta al cronista qué le pareció la decisión de sacar el tema del disco. Como recibe una respuesta negativa, se ve en la necesidad de reconocer: “Mirá, sé que hay gente que no está de acuerdo. Inclusive amigos míos me criticaron. Pero prefiero que me digan que soy un cagón. La verdad es que no pude... yo iba derecho a enfrentarlos [se refiere a Ricardo Righi y Luis Fernández, padres de víctimas de Cromañón que se reunieron con él en emi] porque me habían dicho que eran tipos pesados, que iban a apretarme mal, y terminé llorando con ellos. Es difícil cuando alguien te dice: «Yo ya me morí». Ahí no hay mucho más margen para la discusión. Les hablé de Rosa Bru [madre de Miguel, el chico asesinado por la policía], que transformó su dolor en energía creadora, pero, como me dijo uno de ellos, «eso les pasa a algunas personas y a otras no nos pasa». Hay algo que está más allá del dolor y que es inabordable, sólo puede entenderlo quien lo sufrió”.

La libreta de apuntes retrocede cronológicamente una semana. En un amplio salón de recepciones del sello discográfico, León me recibe desbordado de papeles: son cartas de padres enfurecidos por el encuentro Gieco-Fontanet (una de ellas, firmada por Adrián Rozengardt, dice, entre otras cosas: “León Gieco resultó ser un integrante más de una corporación. Como las Corporaciones Judiciales, Militares, Políticas, Empresarias, que defienden ante todo sus intereses, caiga quien caiga y cueste lo que cueste. Gieco ante Cromañón asume la peor de las posturas Corporativas. Y Corporativa con mayúscula, porque representa lo más tribal y miserable de lo que ha engendrado nuestra cultura”), artículos periodísticos, comentarios, mails, faxes. Se lo ve abrumado. El disco acaba de salir. En ese momento, León está a la defensiva. “¿Qué sentí cuando leí todas estas cosas? Comparto el dolor de los padres de Cromañón, porque mi hija más chica podía haber estado allí, pero nunca voy a compartir el pensamiento de los que quieren linchar. Me pasó como con [Juan Carlos] Blumberg. A mí me habían convocado para que me sumara a la segunda campaña de Blumberg, pero no acepté. Yo respetaba el dolor de Blumberg, pero no su ideología. Ojo, no sé qué me pasaría si me secuestraran a un ser querido, pero cuando fue la ola de los secuestros recuerdo que me molestó que la madre de un chico secuestrado dijera que si estuvieran los militares eso no pasaría. Se olvidaba de que pasaban cosas peores. Y nunca vi que esta gente pusiera altares con velas para protestar frente a Videla, a Massera o Camps. Además, está este tema de que pareciera que el dolor da derecho a todo. En nombre del dolor no podés salir a hacer o decir cualquier cosa. Una madre dolida no le puede decir a Pato, ante las cámaras de televisión: «Vos te podés conseguir otra novia, yo a mi hija no la tengo más». Yo siempre pongo como ejemplo a las Madres de Plaza de Mayo. Fijate en Hebe de Bonafini, la más explosiva de todas. Nunca dijo: «Hay que linchar a Massera», nunca incitó a que mataran a nadie. Pedía justicia. Y va a dejar para el futuro una universidad.”

–Lo que se les critica a Callejeros es que no reconozcan su cuota de responsabilidad en la tragedia, más allá de su condición de víctimas.

–Puede ser que pequen de arrogantes. Es lo que parece cuando se los ve en la tele, pero los conozco y no son así. Quizá deberían hacer un reconocimiento escrito, sin la presión abusiva de las cámaras. Tendrían que bajar un cambio.

–¿Vos les planteaste esto a ellos?

–No, cuando vino Pato a grabar lo sentí muy conmovido, muy dolido por lo que pasó. Para hablar, hay que conocerlos bien; en los reportajes dan otra imagen. También está la cuestión de los abogados, de lo que tienen que decir para mejorar su situación, y esas cosas. Es evidente que fueron irresponsables, pero esa irresponsabilidad también nos cabe a muchos, también a algunos que salieron a hablar sin hacerse cargo de la parte que les tocaba. Todos hemos metido más gente de la que indicaba el sentido común. Yo también. En el interior, una vez a nosotros se nos cayó una columna de luces. Decí que no se cayó para el lado donde estaba la gente, si no ahora se estaría diciendo que yo soy un asesino. Ni los Callejeros ni Chabán son asesinos. Fueron irresponsables. Yo le dije a Pato: “Si ustedes se hubieran muerto, hoy todos dirían que fueron héroes de Cromañón”.

–¿Lo invitarías a subir a un escenario?

–Sí, claro, ¿por qué no?

Esa certeza, tan sólo una semana después, quedaría relativizada por el curso de los acontecimientos. Hay un núcleo duro que guía la vida de Gieco por un camino que no elude los compromisos ni traiciona los ideales. Pero la fatalidad suele filtrarse incluso en las convicciones más profundas. León llega una hora tarde a la segunda cita con Rolling Stone, que es, en rigor, la sesión fotográfica. La demora no obedece a una veleidad de estrella de rock. Mientras el equipo de producción fotográfica afina previamente los detalles estéticos que concluirán en la tapa de la revista, León termina la reunión con los padres de Cromañón y, junto con la gente de emi, redacta el comunicado que resonará en todos los medios. Cuando llega a la vieja bodega abandonada de Palermo Viejo donde se harán las fotos, el mismo León entrega el papel con el comunicado y adelanta: “Decidimos sacar la canción «Un minuto». Es lo mejor para todos...”. Sorpresa general. “¿Les parece raro? ¡La Argentina es un país raro..!” A la hora de las fotos, expone –de buena manera– una primera objeción estética: “Esa gorra verde oliva no, me van a confundir con un milico de acá. Está todo muy sensibilizado”. Finalmente, aparece una gorra color crema, made in Bond Street y, habano mediante, León se distiende. “Hace cuatro años que no fumo. La clave es no tragar el humo. Si lo llego a tragar, voy corriendo a la primera casa de habanos y me compro una caja.” Después explicará sus pruritos a la hora de las fotos: “La cosa no está para andar jodiendo”. Luego repetirá, sintéticamente, cuál es su postura sobre el incendio: “Cromañón fue la gota que rebasó el vaso. Esto era una bola de nieve que venía tirando mierda desde hacía rato, desde el menemismo y todo su sistema de corrupción y vaciamiento educativo”.

–Con todo esto que pasó, ¿es más difícil ser León Gieco?

–Para mí lo único realmente difícil de sobrellevar es la muerte.

En los dos últimos años, León vivió la muerte de cerca. Murieron su productor, Pity Iñurrigarro, el guitarrista de su banda, Eduardo Rogatti, y la escritora y periodista Marta Merkin. “La muerte de gente muy querida y cercana te hace reflexionar sobre lo que le espera a uno. Hace poco fuimos con mis nietos a Cañada Rosquín y entre otras cosas fuimos al club donde trabajaba mi viejo. Ahí hay un árbol, donde encontré una inscripción que yo había hecho en 1965: Recuerdo de mi perro. Era por un perro que se nos había muerto. Y fue muy emocionante para mí, porque me estaba encontrando conmigo mismo hace cuarenta años. Que son muchos más años que los que me quedan por vivir. Saber que te queda menos tiempo del que ya viviste, te pega fuerte. Y más en mi caso, que siempre sentí que estaba viviendo de regalo...” A León se le viene entonces, súbitamente, la historia de Jimmy. “La otra vez me llamó la mamá de Jimmy. No es el personaje de la canción, sino la madre de un amigo mío de la adolescencia. Está desaparecido. El y Juan Carlos eran mis amigos de Las Heras. Desaparecieron Jimmy, su mujer y Juan Carlos. Después de la dictadura, perdí todo rastro de su familia. Durante todos estos años buscaba en las fotos de desaparecidos que publica Página/12, pero nada. Y hace poco me llamó su madre y me largué a llorar. Me conmovió, porque yo podría ser Jimmy. Ellos tenían mi dirección, mi teléfono, se podían haber quebrado con la tortura y dar mi nombre, pero no lo hicieron. Un simple número telefónico que hubieran dado y hoy no estarías hablando con León Gieco. Así que si no tengo una actitud de agradecimiento hacia la vida, soy un hijo de puta. Cómo voy a decir que es difícil ser Gieco...”

Donde ponemos a León? Para algunos, es un referente romántico de la izquierda argentina y latinoamericana. Otros lo ubican en el impreciso terreno del “progresismo”, target más generoso que permite condensar un puñado de principios básicos sin necesidad de definirse dogmáticamente. Esa pertenencia, sin embargo, debe ser tamizada por un par de sensaciones que se palpan en la calle: su condición de “ídolo de Doña Rosa”, un cariño desideologizado que, en algún punto, lo vincula más con Favaloro que con el Che Guevara; su ascendencia patriarcal respecto de las generaciones rockeras que lo sucedieron, para quienes –más allá de su altruismo– su presencia en distintos escenarios es un guiño referencial, como le sucedía a Pappo. Se suponía que la armonía de estos vínculos de popularidad estaba sustentada en un amplio consenso de corrección política (incluso la defensa de los Derechos Humanos, considerada hace veinte años un resabio de la “subversión”, hoy está socialmente naturalizada). Pero León –fundamentalmente en sus últimos dos discos–parece haber querido romper ese esquema tranquilizador. El rescate de los bandidos rurales (apelación romántica que poco tiempo después se vio reflejada en la Argentina real), la canonización simbólica de Romina Tejerina, la invitación al cantante de los Pibes Chorros (una señal tan perturbadora para la conciencia social media como para los códigos de valores rockeros) y la grabación con Pato Fontanet sitúan a Gieco en un terreno más difícil de clasificar. Una posición más jugada y –por lo tanto– más vulnerable. León se hace cargo de estos vaivenes, que muchas veces le sirven para describir el país en el que vive.

–En este país, si estás en tus cabales, tenés que ser políticamente incorrecto.

–La “canonización” que hiciste de Romina Tejerina excede incluso las exigencias de la izquierda, que pedía un poco de piedad para esa chica…

–Es que yo no santifiqué a nadie. Es simbólico. Lo que pido es un indulto para una chica que tiene una historia que es puro sufrimiento. Me conmovió desde que leí el artículo en la Rolling Stone. Asumo la responsabilidad de lo que escribí, igual que en el tema “Un minuto”. No sé si eso es ser de izquierda. Estamos en un tiempo en que, si pedís que haya justicia, educación, salud, sos de izquierda. Si esos planteos mínimos te convierten en un tipo de izquierda, entonces lo soy. Pero en ese caso soy un izquierdista crítico. No puedo avalar, por ejemplo, al Partido Comunista, que apoyó a Videla. Estoy más cerca de lo que podría ser un socialista, pero a la manera de Alfredo Palacios...

–¿Qué pensás de Kirchner?

–Yo todavía le creo.

–Es un “todavía” que parece expresar una posible futura decepción...

–Es que yo ya estoy curado de espanto. Creo que en los últimos treinta y cinco años hubo dos momentos gloriosos: 1973, con Cámpora, y el primer año de Alfonsín. Pero mirá cómo terminaron esos dos momentos gloriosos: uno, con López Rega y el golpe militar; el otro, con la Obediencia Debida y el Punto Final. Por eso no sé hasta qué punto este Gobierno va a poder continuar lo que insinuó en estos dos primeros años. Me parece que Kirchner es un gobernante preocupado por los Derechos Humanos. Estela Carlotto me habla bien de él. Hebe de Bonafini me dijo: “Nunca creí que fuéramos a tener un Presidente así”. ¡Hebe de Bonafini! Lo que no me gusta es que se está haciendo poco para bajar la desocupación. Hay que esperar.

–¿Es cierto que te llamó apenas asumió?

–Sí, me dijo que era fan mío y que quería que tocara. Me ofreció hasta el balcón de la Rosada, pero le dije que el balcón no. Mi lugar es el escenario. Toqué para el 9 de Julio y no me arrepiento. La otra vez lo hablábamos con Hebe: éste es el primer gobierno con el que pisamos la Casa Rosada. Este es un país muy raro. Más de una vez un tachero me dijo: “Tiene que volver Menem. Con él me compré la casa y la heladera”. Lo loco es que me tiran esa y después me dicen: “León, sos mi ídolo”, y no me quieren cobrar. Y saben lo que pienso del menemismo. Yo también podría decir lo mismo: nunca gané tanto como con el 1 a 1. Pero no por eso me hice menemista. Y para Doña Rosa soy un héroe. Pero sólo porque me vio un par de veces en la televisión. Mil veces me confundieron con otros músicos, con David Lebón, con Baglietto. Hasta se dan situaciones graciosas desde el lenguaje. Me dijeron, por ejemplo: “Firmale a Gracielita que es ídola tuya”. Yo le contesté: “Sí claro, ella es mi ídolo”. Y él la seguía: “Claro, si vos cantás todas las canciones de Gracielita” [risas]. Y tal vez sea así; a lo mejor mis canciones ya no son mías.

Pero detengámonos ahora en las nuevas canciones: las de Por favor, perdón y gracias no podrían ser de otro que de Gieco. La responsabilidad musical, en realidad, recae sobre Luis Gurevich, el músico que trabaja con él desde Mensajes del alma (1992). Le dicen “Guro” o “Gurito”. Puede decirse que la música de León de los años 90 y de lo que va del siglo xxi descansa en este hombre que aprendió a interpretar sus emociones, a respetar sus tiempos, a trabajar sobre las letras o sobre los esbozos de letras que le llegan. El flamante disco respira un aire folk, más allá de la pegadiza cumbia “El ángel de la bicicleta”, en homenaje al militante Pocho Lepratti (asesinado por la policía 19 de diciembre de 2001), el electro-tango “Los guardianes de Mugica” (tributo al Padre Mugica) y el sonido power de “Yo soy Juan”, escrito para Juan Cabandié, hijo de desaparecidos. Es curioso que, más allá de sus méritos musicales, siempre se termina hablando de los personajes que pueblan las canciones de León. En los informativos televisivos, como se sabe, la musicalización tiene un rol complementario: enfatiza el tono de las noticias. León, que compuso en su momento melodías tan sencillas como inolvidables (¿será necesario mencionar “Sólo le pido a Dios”, “Hombres de hierro”, “Pensar en nada”, “En el país de la libertad”?, entre tantas otras), reconoce que se quedó sin ideas.

“Yo siento que así como evolucioné desde el punto de vista literario, en lo musical involucioné. La solución sería el autoplagio, como hace Neil Young. Pero no quiero caer en ésa. Cuando agarro una guitarra no me gusta lo que sale de ahí. Tendría que destrabar esa parte mía. Estudiar guitarra, composición, vocalización. Me gustaría, tipo dos veces por semana estudiar guitarra con [Esteban] Morgado. Que me enseñe cómo se toca tal tema de James Taylor. Hace veinte años que tengo pensado hacerlo... Ahora, a veces, no puedo tocar ni siquiera las canciones que escribí hace muchos años. Tendría que estudiarme a mí mismo.”

Como le pasa todo esto, León prefiere estar bien rodeado. Cada vez que elige un invitado está sentando una posición ideológica. Llamó a Ariel Traidor, de Los Pibes Chorros, porque el espíritu de “El ángel de la bicicleta” pedía el swing de una cumbia villera. Quizás, en este caso, para conocer mejor a León convenga escuchar a Ariel: “Me llamó por teléfono para invitarme a grabar. Yo pensé que era una broma. «Te habla León», me dijo. Yo me entré a cagar de risa. Parecía un buen imitador de Gieco. Pero era, nomás. Me mandó el demo del tema, me preguntó si me parecía bien. Me dejó con la boca abierta. Imaginate que te llame el tipo más grosso del rock, a mí, un simple hacedor de cumbia. Con Pibes Chorros habíamos grabado una versión de «Sólo le pido a Dios» y parece que a León le gustó. El día de la grabación fui con mi viejo, que es fan total de él, y con mi tío. Estuvimos tipo hora y media. Se portó fenómeno. Cocinó unas milanesas y sirvió un buen vino. No lo podíamos creer. Aparte hablamos mucho, en algunos aspectos somos parecidos, porque él, dentro del rock, es pueblo; y nosotros en la cumbia también. Pero él es más que pueblo. Imaginate que sos cura y Dios te invita a su casa… yo ya quedé en la historia”.

Cuando nos estamos por despedir, aparece nuevamente la idea del azar, esa suerte de zapada imprevisible que fue (des)regulando el destino de León, y que no sólo lo llevó de Cañada Rosquín al barrio Le Parc. No es menor el detalle: suele entenderse su figura y su carrera como un sólido encadenamiento de causalidades. Aparece entonces el Gieco que antes de editar su primer disco, que le rebotaban en todos lados, estuvo a punto de grabar versiones de los Bee Gees en castellano, acompañado por la orquesta de Horacio Malvicino (que se llamaba, para venderse mejor, Alain Debray). “Como tantas veces, me salvó Gustavo Santaolalla. Me agarró y me dijo: «Si querés ser famoso, grabá eso. Pero acá no pises más».” O sea: el Gieco que conoce

Fernando D’Addario / Rolling Stone Argentina

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