miércoles, octubre 18, 2006

Los chicos violentos de Colombia

CALI, Colombia.- Al pequeño Kevin casi lo mata una bala perdida: le entró por la nuca y le salió por la frente. Eso ocurrió un año atrás, cuando tenía cuatro años. El incidente se produjo a unos pocos metros de donde estábamos sentados ahora, en una habitación que parece un garaje vacío, con su piso de cemento húmedo y una serie -casi un diseño- de aparatos de iluminación quemados en las paredes y el techo. La abuela de Kevin comercia modestamente con ropa de segunda mano; había un alambre tensado sosteniendo algunas perchas y una bolsa de plástico llena de alpargatas y chancletas. El perro de la familia, pequeño, irritable y viejo, todavía seguía gruñéndonos después de media hora, incluso mientras se rascaba la oreja con una pata.

Kevin estaba jugando en la calle cuando pasó el auto a toda velocidad (nunca me quedó claro a qué le habían querido dar los muchachos, si es que le querían dar a algo). En el hospital, a su madre de 20 años le dijeron que a Kevin le quedaban cinco minutos de vida. Lo operaron, y después de cinco días en coma, un largo período en silla de ruedas y una penosa rehabilitación, Kevin parece haber reemergido como un chico seguro de sí, incluso con gran estilo.

Durante meses, se mostró profundamente retraído; respondía a desgano a los otros niños y era indiferente hacia los adultos. Cuando dividía sus soldaditos de juguete en buenos y malos, los malos ganaban siempre.

Lo que le ocurrió a Kevin fue un accidente: un accidente en una ciudad muy proclive a los accidentes, pero accidente al fin. A otro chico, Bryan, de 10 años, le resultará más difícil conseguir el consuelo (en realidad inexistente) de la "cicatrización". Su mejor amigo le dio un balazo en la espalda. ¿El delito de Bryan? No es que haya amenazado con llevarse la pelota de fútbol a su casa... todo lo que dijo es que no quería jugar más. Ahora Bryan camina como un inválido (con pasos lentos y arrastrados) y tiene un rostro carente de simetría; y además parece ciego (aunque no lo es) porque tiene la mirada perdida y fija. Kevin, por su parte, permitió de buen grado que su abuela le levantara el flequillo para mostrarme el orificio de entrada y el de salida; parecían marcas de una vacuna. Cuando nos despedimos, el perro nos dedicó un gruñido elocuente: que les vaya bien, basuras. El perro, por lo que parecía, había asumido el miedo y la desconfianza que debían corresponder a Kevin.

En el patio delantero de la casa de enfrente, un varón adulto (una rareza estadística en este barrio) estaba cerrando su casa para la noche; nos miró fijo con franca pero inespecífica hostilidad, mientras se reacomodaba el contenido de sus shorts rojos.

Aunque algunos residentes tratan de disimularlo con barrotes y celosías de fantasía, casi todas las casas de las afueras de la ciudad colombiana de Cali están completamente enrejadas. El varón adulto de enfrente procedió a encerrarse en su cárcel personal. En el barrio El Distrito, los muchachos andan como locos toda la noche y duermen todo el día (en sus ataúdes y criptas), y al anochecer se convierten en vampiros.

Teníamos que irnos a las cinco... pero un momento. Todavía había tiempo de visitar a Ana Milena. Unos años atrás, su hermana había quedado paralítica después de que un vecino le pegó un tiro en la garganta; profundamente deprimida, se dejó morir de hambre en 1997. Siete años después, Ana dejó a su novio. Así que él la atacó a plena luz del día en una parada de autobús, apuñalándola en el ombligo, el cuello y dos veces en la cabeza. La hija de ambos (que tenía casi tres años entonces) vio todo antes de taparse la cara. Todavía insiste en que a su madre la atropelló un auto.

En la jerga de las bandas, una pistola casera es una pacha, una mamadera. La violencia estalla de inmediato y nunca cesa. Las cicatrices de Kevin no lo desfiguran. Tiene un orificio de entrada y un orificio de salida. La suya era, con mucho, la historia menos terrible que escuché en Cali. En general, uno sospecha, las cicatrices psicológicas y emocionales son todas de entrada, y no de salida.

La Esperanza: Ocupando casi una cuarta parte de la tercera ciudad de Colombia, Aguablanca está formada por alrededor de 130 barrios; cada barrio tiene tres o cuatro bandas, y teóricamente todas las bandas están en guerra entre sí. ¿Por qué pelean? No pelean por drogas (el éxtasis y otras sustancias son populares, pero el tráfico de cocaína es una actividad de elite). Pelean por el territorio (una esquina, un callejón); pelean por cualquier cosa que tenga que ver con la falta de respeto (lo que podría llamarse el crimen de "enarcar las cejas" o gestos semejantes), y pelean por la pelea anterior (la venganza es como una serie de cartas en cadena). Sin embargo, lo que hace crecer las estadísticas del crimen, aquí como en otras partes, es la fantástica abundancia de armas. Una pistola casera cuesta apenas 30 dólares; una granada de mano, 20 (una granada de mano es lo que uno necesita, por ejemplo, si se cuela en una fiesta y lo echan). "Las armas no matan a la gente. La gente mata a la gente", argumentó Ronald Reagan. Se podría llevar más allá esa línea de pensamiento y decir que tampoco la gente mata a la gente. Las balas matan a la gente. En Cali cuestan 50 centavos de dólar por pieza, y pueden venderse sueltas a los menores, como los cigarrillos.

Tres chicas adolescentes, que actuaban como representantes de un barrio llamado El Barandal, nos aconsejaron que no entráramos, pero unos doscientos metros más adelante, en La Esperanza, nos dieron una despreocupada bienvenida. Pregunté cuál era la causa de esa diferencia, y nuestro chofer dijo que El Barandal era todavía más pobre y sucio y, más importante, estaba más lleno de gente; había más humillación, más furia y más armas. Sara, la residente más amigable de La Esperanza, tenía una versión diferente: "Somos todos negros, y somos buena gente". Y seguramente son buena gente. Cada país sudamericano tiene su propio nombre para los lugares como éste. En Bogotá, la palabra es tugurio, pero la versión chilena describe mejor a La Esperanza: callampa (hongos). Aguablanca sugiere un río de veloz corriente, o rápidos. Los pantanos donde brotaron los barrios, en la década de 1980, son blancos ahora por la putrefacción. La interminable zanja no es suficientemente profunda para ocultar los neumáticos y envases que salpican su manto cáustico. Sin embargo, las garzas todavía consideran que vale la pena chapotear y picotear en ella; cuando despliegan las alas uno espera que se vayan volando con las patas medio corroídas.

Los habitantes de esta zona son desplazados, campesinos que provienen mayoritariamente de la costa del Pacífico. En Cali hay alrededor de 70.000 desplazados. Algunos son expulsados de la tierra por la irresistible fuerza moderna de la urbanización; otros huyen de lo que tal vez sean las convulsiones finales de una guerra civil que empezó en 1948. Pero aquí están, sin dinero y sin trabajo. Colombia no proporciona a sus ciudadanos servicios de salud ni de educación gratuitos, y la primera explicación que uno encuentra aquí es esa enorme laguna sudamericana: los impuestos.

La contribución impositiva, necesariamente de los ricos, no está regulada. Parafraseando al ex presidente colombiano Alberto Lleras Camargo, los latinoamericanos han ido a la cárcel por muchas extrañas razones, pero ni uno, en todo el continente, ha ido preso alguna vez por fraude impositivo.

De las cuatro casas que pude ver en La Esperanza, la de Sara, inesperadamente, era con mucho la peor. Al primer paso uno se topaba con una pinchuda barrera de baldosas que apuntaban hacia arriba sobre el suelo desnudo: evidentemente, se trataba de una obra en construcción, pero por un momento parecía una trampa. Después había un área común, y un cuarto lleno de jergones aplastados. Finalmente, cerca del agua, una cocina-baño con gran cantidad de caños a la vista, una ingeniosa plomería, una hornalla, una pila de abono en un rincón y una enorme heladera demasiado decorada con cuatro huevos en la puerta abierta. Una negra enorme, desnuda hasta la cintura, pasó junto a nosotros y desapareció en un cubículo de madera. Desde allí llegó el sonido de agua y la cadencia de una canción.

Afuera, las señoras se reían y reñían en broma acerca de cuál casa era la más bonita. La única tienda de La Esperanza tiene tan sólo un cartel hecho a mano sobre la puerta, que dice "no fío", y vende únicamente tabaco y almidón, pero los residentes lo llaman "el supermercado". En cuanto al agua estancada en la que el barrio parece a punto de derrumbarse... sólo tenemos que decirnos -dijo Sara- que es una bella vista marina.

Colombia tiene un pie en cada uno de los dos grandes océanos. También está a caballo del ecuador. Al mediodía de un día claro, la propia sombra se enreda en los zapatos como un gato. Hicimos nuestra visita en una de las mañanas más frescas (las nubes eran del mismo color que el agua), y resultaba difícil imaginar el barrio bajo un sol que llenara el cielo. Justo calle abajo, en la entrada de Aguablanca, el olor del pútrido canal, con sus orillas de basura sólida, nos invade hasta las amígdalas. Ese olor es el futuro de La Esperanza.

Sólo para hombres: La clásica venganza en la tierra de las bandas de Cali no es una bala en la cabeza, sino una bala en la columna vertebral. Y eso es fruto de cierta reflexión. "Un mes después del ataque -dice Roger Micolta, el joven terapeuta de Médicos sin Fronteras (MSF)- la víctima me pregunta: «¿Volveré a caminar?». Dos meses después, me preguntan: «¿Volveré a practicar el sexo?»." Invariablemente, la respuesta a ambas preguntas es no. Así, las víctimas no sólo tienen que vivir con su herida; tienen que usarla, tienen que trasladarla en silla de ruedas: todo el mundo sabe que han perdido aquello que los hacía hombres.

En el hospital municipal de Aguablanca, a la hora de terapia, a media tarde, los mutilados inocentes, como el rengueante Bryan, son superados en número por los mutilados asesinos, mutilados que han mutilado a muchos en sus buenos tiempos. Se someten a interminables secuencias de ejercicios: flexiones, giros laterales. Las novias y hermanas les pasan cepillos por las piernas para estimular la sensibilidad. Un joven, avanzando apenas sobre las barras paralelas, abre y cierra los ojos con impotente desesperación. Otro lleva un peso atado al tobillo; lo observa su madre, quien reflexivamente balancea su propia pierna al mismo ritmo.

En el cuarto trasero hay un pizarrón que se usa para difundir información psicosexual. "Lo más frustrante: estar impotente. No poder sentir, no comprender, no tener ganas." Los pósters educativos de MSF también se dedican, correcta y agresivamente, al tema de la testosterona. Un espécimen típico muestra una pistola con el caño caído: "Llevar un arma no te convierte en un hombre". Otro muestra una serie de cinturas con el arma situada debajo de la hebilla del cinturón y apuntando directamente hacia abajo. En Cali, todo lo que uno ha leído o escuchado acerca de la inseguridad masculina, los símbolos fálicos y esas cosas, se verifica de manera tediosa casi en cualquier parte que uno mire.

Cerca, en las calles del mercado, los puestos están desconcertantemente colmados de productos, esenciales y no esenciales (cámaras baratas, aparatos de gimnasia, organizadores de ducha, un elemento muy necesario en La Esperanza). Los maniquíes sin brazos ni cabezas son fiel reflejo del tipo femenino autóctono: traseros altos y prominentes, pechos robustos con pezones como canicas.

En la pastelería hay una elaborada torta que representa a una muchacha en ojotas. Otra representa un pene; los testículos están salpicados de virutas de chocolate, y la punta, cubierta de fécula, tiene una delgada línea de crema que indica la hendidura. Uno puede imaginar que es para una despedida de soltera. La inscripción dice "chúpame, cariño", con una caligrafía penosamente decorativa. Cariño no tiene femenino en español; no hay cariña. Pero uno nunca sabe. La torta puede estar dirigida tanto a solteras como a solteros.

Esa noche hubo una comida al aire libre en una terraza, en el centro. Los invitados eran profesionales, académicos; había música y algunos bailaban... todo muy casto y técnico. Sin embargo, incluso allí puede abrirse una trampa sexual bajo sus pies. En un momento, una joven inició una conversación inocente con un apuesto invitado, y después de que circularon algunas bromas en voz baja entre los varones alguien le alcanzó una servilleta de papel, con una sonrisa irónica. Se le insinuaba que ahora podía limpiarse la baba, porque se le había hecho agua la boca.

Todas las paredes externas estaban coronadas por pedazos de vidrio cuyas dimensiones, formas y espesor eran drásticamente variados. Si las paredes coronadas de vidrio constituyen alguna clase de arquitectura, la de allí representaba la etapa gótica. En Inglaterra, esta forma de prevención del crimen era una visión muy frecuente (y muy estimulante) en mi infancia... pero no en mi juventud. Una y otra vez volvía la idea: dos o tres generaciones, 40 o 50 años... ése es el retraso que tienen. Justo en este momento, Colombia parece dispuesta a girar en la dirección correcta. Si hay un tema actual en la evolución de Sudamérica, parece ser éste: los intereses creados (incluyendo los Estados Unidos) están tolerando una mejoría del calibre de los líderes políticos, con Kirchner en la Argentina, Lula en Brasil y ahora, tal vez, Uribe en Colombia.

Más allá de las paredes tachonadas de plata uno podía ver toda una ladera de luces. Era la callampa de Siloé que, según me dicen, es el doble de violenta que Aguablanca.

Estábamos en la división central de la calzada de doble mano, a unos 300 metros de uno de los barrios más decididamente no visitables de Cali. Se acercaron tres muchachos. Cuando les ofrecí Marlboros, dos aceptaron; bajaron la cabeza mientras fumaban, incómodos por el hecho de que no inhalaban el humo. El tercero rechazó el ofrecimiento. No dijo "no fumo"; dijo "no puedo fumar". No era que no fumara. No podía fumar (por más que le hubiera gustado hacerlo).

Después se levantó la remera y nos mostró por qué. Su hombro derecho, el pecho derecho y la axila derecha, donde lo habían baleado recientemente, formaban una cama deshecha de vendas y cinta adhesiva parda. También lo habían apuñalado hacía poco, resultado de una venganza. Desde el esternón hasta el ombligo se extendía la herida -todavía no una cicatriz-, rosa e hinchada como un gusano de jardín.

Se llamaba John Anderson. No era de ninguna manera la primera vez que lo baleaban, ni tampoco la primera vez que lo apuñalaban. Tenía 16 años.

Como todos, les encantaba que los fotografiaran, pero primero tenían que ir a buscar su arma. Después de escarbar un poco en un basural del otro lado de la calle, volvieron con una escopeta de caño recortado. John posó, con su trabuco, su herida de cuchillo (parecía un intento de seppuku, un harakiri vertical), su estrafalario corte de pelo, su mirada de gatillo fácil. Uno se sorprendía por la inanidad y la levedad de todo eso: una existencia tan próxima a la inexistencia.

No podía estar más claro que a John Anderson sólo le quedaban semanas de vida. Decir eso de seres humanos es decir tanto lo peor como lo mejor. Pueden acostumbrarse a cualquier cosa.

El asesino menos mutilado: Y también yo me acostumbré. Uno se descubre pensando: si tuviera que vivir en El Distrito, no me quedaría en lo de Kevin, sino en lo de Ana Milena, donde hay TV por cable y esa linda ventana de comunicación entre la cocina y el living. Y si tuviera que vivir en el barrio La Esperanza, rehusaría amable pero firmemente el ofrecimiento de Sara y trataría de pagarme un lugar cuatro casas más allá, donde el hombre tiene heladera y ventilador (y diez personas a su cargo). De manera semejante, ahora me encontré pensando: este asesino mutilado no es para nada tan interesante como el asesino mutilado que entrevisté anteayer.

Y eso parecía. Raúl Alexander no era gran cosa comparado con Mario, a quien vería más tarde. Cuando llegamos, Raúl estaba en su cama mirando Los Simpson. En la casa de Kevin, en la casa de Ana, en la casa de Sara nunca había ningún hombre joven. Cuando hay un hombre joven en la casa es porque no puede salir. Seguramente será inválido, y muy probablemente un asesino mutilado.

Con su corte de pelo a la moda y su carita ingenua, Raúl parecía la clase de camarero con el que uno puede encariñarse en un hotel de balneario. Suena poco diplomático, pero la verdad era que nos habíamos tenido que conformar con Raúl. Nos había gustado Alejandro. Era el asesino mutilado que no podía dormir de noche si durante ese día no había matado a alguien. Pero nos habíamos salteado una cita con Alejandro, más de una vez, y cuando finalmente aparecimos su madre nos dijo que había llevado al perro al veterinario. ¿Sería un anatema latino particularmente salvaje, o tan sólo una débil excusa? Pensé en el verbo "groseriar" (en su jerga, no respetar). Finalmente, era un alivio que nos arregláramos con Raúl.

Cuando le preguntamos por su infancia, la describió como normal, y así parecía serlo, salvo por un padre que permaneció en su lugar hasta que Raúl fue adolescente. Empezó a robar partes de autos, después autos, después autos con gente adentro. "Uno el lunes, uno el miércoles." Después empezó a competir con un amigo: ahora había seis robos armados de autos por día. Empezó a robar dinero que era trasladado desde o hacia los comercios, fábricas y bancos. Estuvo preso nueve meses y salió predeciblemente fortalecido. Para entonces, los traslados de dinero estaban demasiado concurridos, con asaltantes que hacían cola en las calles, así que Raúl se aventuró al interior de comercios y bancos. Esas travesuras semanales no duraron. Estuvo en prisión 30 meses, salió por tres días y volvió adentro por tres años.

Durante su último período, Raúl mató a un hombre, según afirmó, por primera vez: en venganza por una puñalada. Ensangrentado y ya maduro, Raúl se empleó en una oficina. Esta última oración puede resultar un poco rara para alguien que no es de Cali, pero aquí cuando alguien dice que trabajó en una oficina o que hizo "trabajo de oficina", uno sabe exactamente de qué habla: se sienta junto a un teléfono por una tarifa fija (unos 300 dólares mensuales) y comete asesinatos por encargo por medio de un agente por otros 200 dólares por vez.

Los muchachos que trabajan en oficinas, por cierto, no reciben el nombre de "oficinistas", pero se los valora mucho para el trabajo de oficinas porque son baratos, intrépidos y no pueden ir a la cárcel hasta los 18 años. Raúl debe de haber estado en la veintena en ese momento. Pero John Anderson, por ejemplo, bien podía haber trabajado en una oficina.

En Cali, el día más popular para los asesinatos de oficina es el domingo: es el momento en que es más probable encontrar a las personas en su casa.

¿La perdición de Raúl? Para entonces, mi fe en su veracidad, o en su autoconciencia, nunca demasiado profunda, empezó a flaquear. ¿Cómo la describió? Tuvo algún problema con un tipo que baleó a su primo, asesinato que un amigo suyo (de Raúl) vengó impulsivamente. Y después, eso de aquella remesa de marihuana. Raúl dio vueltas y más vueltas, y todo parecía resumirse en un problema, una partida de póquer, una bebida derramada... una venganza por "falta de respeto".

Nos despedimos de Raúl Alexander despiadadamente temprano (uno de nosotros debía ir al aeropuerto), y marchamos en fila a través de un soleado rincón que contenía su silla de ruedas y su aparato para caminar. Cuando, minutos antes, le pregunté cuántas personas había matado, el hizo un mohín y, encogiéndose de hombros, dijo: "¿Ocho?". Sí, claro, pensé. Pero aun cuando Raúl hubiera dividido su marcador por dos, o por diez, no era gran cosa comparado con Mario.

Mario: También él está tendido en su cama, aparentemente desnudo, salvo por una toalla que lo cubre a la altura de la cintura. Dos reproducciones que penden de la pared de la sala vecina -una cabaña de troncos cerca de una cascada, un bosque con un caballo blanco destacado por opalescentes rayos solares- nos impulsan, al describir a Mario, a buscar el marco heroico. Uno piensa en el caído Satanás, arrojado sobre las almenas de cristal. Mario fue alguna vez muy radiante y dinámico, pero ha hecho la travesía desde el poder hacia el no poder, y ahora yace en su cama todo el día, con el control remoto y Cartoon Network.

Aunque sus largas piernas se afilan y se atrofian, en la parte superior del cuerpo de Mario los músculos aún sobresalen y se tensan. Las axilas, en particular, son inusualmente agradables; parecen afeitadas o depiladas con cera, pero una mirada hacia el pariente semidesnudo que está en la cocina, con las manos unidas detrás de la cabeza, confirma que se trata de un rasgo natural. El problema de Mario, su dificultad, empieza con su cara. Con sus ojos muy juntos divididos por un puente muy playo, su mandíbula muy fuerte (llena de avidez y apetito), la de Mario es la cara de un mandril. Si uno hubiera visto acercarse a Raúl Alexander, en la calle, en un bar, o en el umbral de su casa, habría intentado resistirse, o razonar con él, o darle dinero. Si uno hubiera visto acercarse a Mario en su mejor momento, no habría hecho absolutamente nada.

A los siete años, Mario se escondió bajo una mesa y escuchó cómo nueve campesinos -de ellos, dos mujeres- mataban a su padre. Mario tiene alrededor de 30 años ahora: esto debe de haber ocurrido durante el período conocido como La Violencia (aunque casi no hay en la historia de Colombia un período que merezca otro nombre). A los 12 años empezó con sus venganzas, matando con un cuchillo al primero de los nueve campesinos. Después siguió hasta matar a los otros ocho. Después gravitó hacia Cali. Eso es lo que son en Aguablanca, en Siloé: campesinos, y ahora hijos de campesinos, drásticamente urbanizados.

Tras un período robando autos, después secuestrando (un campo muy vasto), Mario fue llamado al servicio militar. Cuando le dieron la baja, aprovechó el incremento de sus habilidades organizativas y "se fue a la selva", supervisando la producción y el traslado de talco (cocaína) en la Colombia rural y en Ecuador. Fue también una especie de período militar: el enemigo no era la policía, sino el ejército.

Mario habla de su época en la selva con gusto y reverencia. "La cocaína venía en panes, sellados... Es muy bonito cómo brilla", dice. "Una vez vi toda una habitación llena de dinero."

Volvió a Cali equipado de disciplina, espíritu y (es de imaginar) una tonelada de pesos, y empezó a "gozar de la vida". No es difícil imaginar a Mario gozando de la vida: en una ciudad llena de hombres aterradores, todo el mundo debe de haberle tenido miedo. Tomó un empleo en una oficina, y en ese cargo mató a alrededor de 150 personas en seis años. Pero eso es acumular demasiadas venganzas, y en diciembre de 2003 fueron a buscarlo en masa. Estaba detenido en un semáforo cuando cuatro hombres, en dos motos, se colocaron a ambos lados del auto.

Ahora la hermana de Mario nos sirve café (es profundamente típico de Aguablanca que nunca haya café; uno tiene que andar de un lugar a otro para tomarse una taza).

Hora de irse. Le pedí a Mario que describiera la diferencia entre su primer asesinato y el último, y me dijo: "¿El primero?, ¿con el cuchillo? Fue terrible. Tuve pesadillas. Lloraba todo el día. Tenía paranoia. ¿Pero la última vez? Nada. Simplemente uno piensa: Y ahora me pagarán". Mario pidió sus turbios trofeos y yació inmerso en ellos: su revólver (muy pesado... para su dueño debía de tener el divino peso del oro), sus radiografías (la reluciente segunda bala en su arqueado tórax), y su prontuario policial grabado en acero inoxidable (que le costó 900 dólares). También tenía su control remoto, su reloj y, por supuesto, la bolsa transparente de orina sujeta al costado de su cama.

Todavía están detrás de Mario, así que salir de su casa fue una doble liberación. Sin embargo, cuando lo pensé más tarde me pareció que Mario, con su origen, estaba autorizado a odiar y que el no monstruoso Raúl, con su cuerpo esbelto y su sonrisa de botones, era la figura más representativa... Una hoja llevada por el viento que creaban sus compañeros.

El machismo, en su mutación latinoamericana, tiene una característica adicional... la indiferencia, una indiferencia inalcanzable. Se sentía muy intensamente esa diferencia en John Anderson, allí, en la divisoria central. Cualquier clase de compasión no sólo debilita, sino que es afeminada. Uno no siente compasión ni siquiera por uno mismo.

Así que parece que los habitantes de Aguablanca están jugando un juego de niños -cosas de chicos- de desafiar y provocar y adoptar poses, en el que todos se sienten inmortales. Salvo que los palos y las piedras se han convertido ahora en cuchillos y pistolas y granadas.

Mientras uno vuelve al centro de la ciudad, ve muchachos -malabaristas- que actúan para el público cautivo de los autos. No hacen malabares con clavas ni naranjas, sino con machetes y teas encendidas.

El retorno de la muerte: En mi último día fui a la exposición de fotos e historias de los casos atendidos por Médicos Sin Fronteras. Había caras y nombres familiares: Ana Milena, el pequeño Kevin. La noche de la inauguración, todas las víctimas estaban allí, salvo Edward Ignacio. Cuando aún se recobraba de sus múltiples heridas, Edward había sido baleado ese mismo día. Desde allí directamente hasta el cementerio, situado en medio de la ciudad, un pequeño y atestado lote de tierra entre la cancha de fútbol y el bullente Texaco.

La entrada estaba prácticamente sumergida por las obras de vialidad: una mezcladora, una aplanadora, montículos de alquitrán caliente. Los operarios estaban reunidos bebiendo gaseosas y tomando helado. Se acercaba una tormenta: se podía oler la humedad de la tierra.

El cementerio era más bien una morgue, con todos los muertos apilados en una serie de grandes bloques, cada nicho del tamaño de una losa. Cada losa tenía algo escrito, al menos el nombre y el año del entierro, con un marcador; había otras más elaboradas, con fotos enmarcadas, poemas, juramentos ("yo te quiero"), cruces, corazones, ángeles. Habíamos ido con una mujer llamada Marleny López. Su esposo era uno de los pocos que habían sido sepultados en la tierra. La lápida proporcionaba su nombre y sus fechas: Edilson Mora, 1965-1992. En realidad, se trataba de un error. Edilson tenía 37 años cuando murió, dos años atrás. Estaba jugando al dominó con un policía, y ganó. Tal vez hubiera podido sobrevivir a eso, pero el perdedor tenía que pagar la cerveza.

Casi todas las otras fechas revelaban vidas más cortas que la de Edilson: 1983-2001, 1991-2003. En general, se alargaban a medida que uno se internaba más en el cementerio y retrocedía en el tiempo. Además, retrocediendo en el tiempo los nombres ya no eran anglófonos. Y así aparecían Arcelio, Hortensia, Bartolomé, Nieves, Santiago, Yolima, Abelardo, Luz, Paz...

Volvía de una de las sendas del fondo cuando me encontré en medio de un entierro. Había un ataúd con cuatro portadores y más de 100 personas que acompañaban el duelo. Eso no era un crimen de las bandas ni una bala perdida. Una mujer que había muerto de un ataque al corazón a los 28 años: 1976-2004. Lo que ocurrió a continuación ocurrió de repente.

Me había pasado los últimos días fingiendo que la muerte no importaba. Ahora me presentaban la cuenta. Era un escarmiento ver el amargo llanto del marido, el amargo llanto de la madre. Era un escarmiento, bien merecido, ver que la muerte recobraba su peso genuino.

Martin Amis
Nació en Oxford, Inglaterra. Hijo del escritor Kingsley Amis, trabajó como director de la sección de narrativa y poesía en el Times Literary Supplement, y después pasó al New Statesman, donde llegó a director de la sección literaria a los 27 años. Polémico, ingenioso, ha publicado una serie de novelas, relatos y ensayos con los que se ganó su reputación como uno de los más punzantes escritores satíricos de su tiempo. Entre otras obras, escribió El libro de Rachel (1973), Dinero (1984) y Campos de Londres (1989). Perro callejero, su último libro, acaba de ser publicado en la Argentina.

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