martes, octubre 17, 2006

Traducciones sin original

Una tarde, Falin le dijo a la joven que debía viajar de urgencia a Chicago y le pidió que se llevara las versiones en inglés del puñado de poemas en el que habían trabajado, para copiarlos a máquina. El se quedó con los originales en ruso. Al día siguiente, en clase, ella supo que Falin había muerto en un accidente.
En 1961 un poeta ruso llamado Innokenti Issayevich Falin logró exiliarse en Occidente. Con bombos y platillos, una universidad del Medio Oeste norteamericano le ofreció el puesto de escritor residente: las revistas Look y Life dieron cuenta de su llegada y su nueva vida en el campus, como si se tratara de un Nureyev de la poesía.

Como Nureyev, Falin había llegado a Occidente apenas con lo puesto. Para la prensa, era “el poeta que no pudo llevarse sus poemas”: sus libros estaban prohibidos en la Unión Soviética y no había traducción de ellos en ningún idioma occidental. Ninguno de los alumnos de sus clases sabía qué clase de poeta era Falin. Ni él mismo parecía especialmente interesado en revelar ese enigma. Dedicaba sus desvelos a aprender lentamente inglés y gran parte de ese aprendizaje tenía lugar en sus clases, en las cuales hacía recitar a los alumnos poemas famosos (desde Shakespeare hasta Emily Dickinson y T. S. Eliot), cuyo significado hacía comprender a la clase al mismo tiempo que él iba develándolo en ese idioma nuevo para él. En su tosca lengua de adopción, Falin hizo saber a sus alumnos que ése era el único modo en que sobrevivía la poesía: en la memoria de las personas. El mismo era un ejemplo viviente: su obra sólo existía en el otro extremo del mundo, entre aquellos que supieron memorizar los poemas de sus libros antes de que esos libros fueran retirados de circulación.

Una de las alumnas de la clase de Falin, llamada Kit Malone, estaba tomando un curso de ruso en la universidad. En aquellos años álgidos de Guerra Fría, la CIA reclutaba de esos cursos a sus huestes, pero el interés excluyente de Kit Malone era la poesía. Cuando Falin se enteró de esos conocimientos rudimentarios de ruso de su alumna, le ofreció un inesperado acceso al mundo poético: su inglés era insuficiente para traducir él mismo los nuevos poemas que había realizado desde su llegada a América, pero con Malone como asistente-amanuense podían realizar juntos la ímproba tarea, en una suerte de inversión del procedimiento que realizaban en clase. Reforzando con su restringido inglés la limitada comprensión en ruso de Malone, Falin la familiarizaba lentamente con cada uno de los versos e imágenes de sus poemas manuscritos, y así iba surgiendo, casi palabra por palabra, la versión traducida. El necesitaba más del inglés que del ruso de ella: la joven debía ser la médium a través de la cual llegara al inglés aquello que no podía traducirse, pero sí transmitirse, si es que Falin lograba pulsar a la joven como se obtiene música de un instrumento.

Así trabajaron poeta y alumna a lo largo de un verano, en informal clandestinidad, ya que la universidad era especialmente estricta en las relaciones entre alumnas y profesores, para no mencionar la vigilancia que sufría Falin de las autoridades. Entonces estalló la crisis de los misiles entre Estados Unidos, Cuba y la Unión Soviética, y la urgencia de aquel trabajo secreto se duplicó: el mundo podía volar por los aires en cualquier momento, Falin parecía más urgido y desesperado cada jornada y los obstáculos que debía sortear Malone para verlo eran cada vez mayores.

Una tarde Falin le dijo a la joven que debía viajar de urgencia a Chicago y le pidió que se llevara las versiones en inglés del puñado de poemas en el que habían trabajado, para copiarlos a máquina. El se quedó con los originales en ruso. Al día siguiente, en clase, Malone supo que Falin había sufrido un accidente: su coche había caído desde un puente y se lo daba por muerto aunque no se había encontrado el cadáver.

La pulseada entre Kennedy, Fidel y Kruschev era seguida minuto a minuto por el mundo entero; nadie tenía tiempo ni interés en el destino de un poeta. Y Malone no podía intentar nada sin revelar la naturaleza de su relación prohibida con Falin. Cuando se acercó hasta la casa de él, se topó con agentes del gobierno, que la sometieron a un interrogatorio sin contemplaciones. El acoso continuó al día siguiente, cuando Malone fue convocada a la rectoría de la universidad y debió enfrentar no sólo a la decana sino a aquellos agentes.

Kit Malone logró ocultar su relación con Falin y, aprovechando el revuelo político, abandonó la universidad, se mudó al otro extremo del país y luego abandonó los Estados Unidos; necesitó casi diez años para recuperarse. Entonces publicó su primer libro de poemas. A ese libro inicial le siguieron otros, menos vacilantes. Su obra fue ganándose lentamente el respeto de los lectores y de la crítica. Pero al hablar de ella, pocos reparaban en aquel primer libro, especialmente en una sección titulada “Traducciones sin original”: los quince poemas de Falin, que ella no tenía manera de demostrar que eran de Falin, pero que consideraba imperativo poner en circulación, para que llegaran a quien debieran llegar, incluso de esa cuestionable manera.

A Kit Malone nunca le gustó hablar de su obra y eran contados los reportajes que concedía, pero a comienzos de los años ochenta reveló finalmente de qué se trataban esas “traducciones sin original”. Poco después recibió la primera carta de la Unión Soviética, preguntando tímidamente por Falin, por lo que ella pudiera contarles de Falin. Malone contestó, pero nunca supo si su carta había llegado a destino. Pasó la Perestroika y la caída del Muro de Berlín, la Unión Soviética se disolvió y de la caótica Nueva Rusia le llegó en 1993 una invitación a San Petersburgo para asistir a la “Celebración del 75º aniversario del nacimiento de I. I. Falin, y de su vida y de su poesía”.

Kit Malone viajó por sus medios hasta Petersburgo, fue recibida por un grupo de ancianos tan excéntricos como fogosos. Le contaron que se proponían publicar las obras completas de Falin, tramitar ante las autoridades para que se le devolviera la ciudadanía y quizás hasta levantarle un pequeño monumento, si tan sólo lograban averiguar cuál había sido su ciudad natal, ya que era imposible que sus restos volvieran a la madre Rusia. Sentada a una mesa del fondo de un restaurante de Petersburgo junto a esa insólita corte de acólitos que había conservado viva la poesía de Falin durante todos esos años transmitiéndola en forma oral o en clandestinos samizdats, Kit Malone les confirmó lo que ya sospechaban: que no había manera de recuperar los originales rusos de aquellos poemas. Y les pidió perdón por haber publicado esas traducciones sin original. Les dijo que había sido una tontería, que había tenido miedo, que no tenía con quién hablar, que no sabía qué hacer hasta que por fin se decidió por el mal menor, con la esperanza de poder transmitir al menos algo de aquella ceremonia secreta de la que había sido cándida partícipe.

Alguna vez Robert Frost dijo que poesía era aquello que se pierde en la traducción, a lo que J. F. Nims contestó: más se pierde si ni siquiera se traduce. Eso le transmitieron aquellos rusos a Kit Malone durante la conmovedora velada. “Spasiba”, le dijeron. “Gracias por haber venido de tan lejos.” Y le regalaron una matrioshka rusa que parecía contener todo el humor negro de Falin y de ellos, esa capacidad para sobreponerse que caracterizará siempre el alma rusa. El pequeño muñeco de madera pintada que le dieron no era, sin embargo, de una campesina en su ropa de fiesta, sino del mismísimo Gorbachev, dentro del cual estaba Brezhnev, dentro del cual estaba Kruschev, dentro del cual estaba Stalin, dentro del cual estaba Lenin, dentro del cual no había nada.

Sé que decepcionaré a unos cuantos al decir que la historia de Falin y Kit Malone pertenece al reino de la ficción y fue narrada en la novela Traduciendo el cielo, de John Crowley. Pero ¿qué es esa decepción exactamente? Alguna vez le oí decir a Juan Sasturain que, si se hablaba de literatura de evasión, correspondía también hablar de literatura de invasión. La Guerra Fría, la lógica perversa, capciosa, filistea de la Guerra Fría, hizo realidad ese adagio acerca de que los paranoicos siempre tienen razón. Desde entonces, todo relato puede ser real (y de hecho lo es, o termina siéndolo, tarde o temprano, como supo ver Kafka primero que nadie). En palabras de John Berger: “Nunca más volverá a contarse una historia como si fuera la única”.

Si se lo piensa un poco, Crowley, como Kit Malone, lo que ofrece es una traducción sin original. Pero es precisamente esa ausencia de original lo que hace reales (incluso doblemente) esos poemas. ¿Por qué entonces no aceptar que la misma operación pueda suceder con la historia de Kit y Falin? Lo único que puedo decir al respecto es que, al menos yo, desde que leí Traduciendo el cielo, cada referencia a Kennedy, Kruschev y la crisis de los misiles me hace pensar inmediatamente en Innokenti Falin y Kit Malone tratando de dar vida en inglés a esos poemas en ruso, y el mundo me parece menos incompleto sabiendo que ellos existieron, e hicieron eso, en aquella época tan aciaga como ésta.

Un poema de I. I. Falin

En algunos mundos mi torturador es
sólo un hombre como yo,
y sus jefes también son hombres,
y los jefes de sus jefes, hombres como yo,
y el cabecilla un hombre que podría ser yo mismo.

Llorad, niños. Madres, corred a esconderos.
Vete, día. Ponte, sol; no nos contemples.

En algunos mundos mi torturador es
un ser distinto de mí,
y su padre un ángel caído,
cuyo padre es un dios desatento,
cuyo padre es el abismo ante el que se inclina el líder.

No veáis, niños. Madres, cegad sus ojos.
Acumulaos, nubes. Cae, noche, y cúbrenos.

En algunos mundos mi torturador es
la lengua en mi propia boca.
En algunos mundos es el hijo de mi cuerpo.
Muere de vergüenza en algunos y yace sin enterrar.
En algunos no muere nunca, sobrevive al sol.

Y todos los mundos y todos los soles
están tan cerca de los demás, tan cerca
que ni la cuchilla más sutil podría pasar entre ellos
y los soñadores no pueden saber de cuál a cuál despiertan.

Entonces yo levanto la vista de tu carta en mis manos
porque he oído un sonido en todos los mundos.
En algunos es un tintineo de espuelas en la escalera,
en algunos un cuervo que desgarra la noche.

Despertad, niños. Madres, alzad los rostros.
Apartaos, estrellas. Seca, sol, nuestras lágrimas.


Traduciendo el cielo fue publicado en castellano por Minotauro hace pocos meses y se consigue con facilidad en librerías argentinas. Me dicen mis amigos fanáticos de la ciencia ficción que los demás libros de John Crowley no tienen nada que ver con éste, salvo uno titulado Pequeño, grande, que es más bien inconseguible.

Juan Forn Pagina12 / Buenos Aires / 2005

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