miércoles, octubre 11, 2006

“Cuando voy por la calle, las señoras alejan las carteras”

Washington Cucurto frena su bicicleta en la esquina de Bulnes y Sarmiento, se baja, saluda y la deja en la vereda, cerca de la silla donde se sienta y estira las piernas como si fuera una vecina del barrio de Almagro dispuesta a observar la coreografía de la calle a la hora en que los chicos empiezan a salir de las escuelas. Pide una gaseosa y dice algo que podría alarmar a esos lectores que supo conquistar como si estuviera bailando cumbia, “relajado, sin pesos, mirándoles las caderas a las chicas con las que bailo”, como le gusta repetir para desmitificar ese oficio literario que lo “rescató” de sus largas jornadas como repositor en supermercados, donde entre góndolas, lechugas y zanahorias empezó a garabatear sus primeros versos. “Ya no tengo la necesidad de escribir, no me divierto tanto y no tengo ideas.” Habla despacio, tranquilo, el escritor que acuñó el término “realismo atolondrado” para definir su estética literaria. “Empecé a escribir para relatar el mundo en el que vivía. Eso ya lo hice. Quizás otros puedan variar de temas, ser más profesionales. Lo mío es más intuitivo, más liviano y ligero. Hasta acá llegué, no tengo nada más para contar.”
Pero a no alarmarse. Quizá se trate de unas breves vacaciones del escritor argentino que supo narrar historias que están en el margen de la sociedad y de la literatura: Constitución, las luces embriagadoras de la bailanta y las bellezas dominicanas que le enseñaron que “en la tristeza y en la miseria se baila igual, y que hagamos lo que hagamos jamás mejoraremos en nada”, y que “una vez que uno aprende estas cosas, pequeñas y prácticas, con aire burlón de insignificancia, se saca el peso de la vida de encima que empuja y empuja siempre para abajo”. Todavía hay Cucurto para cortar. Al menos acaba de editar su última novela, Las aventuras del Sr. Maíz (Interzona), que incluye a modo de bonus track el poemario Zelarayán, su primer libro editado en 1998, con el que fue acusado de “xenófobo” y “degenerado” por un puñado de defensores de la moralidad y las buenas costumbres en una escuela de Rosario.
–¿En serio piensa abandonar la literatura ahora que juega en Primera? ¿O no será como Mirtha Legrand, que amaga con no seguir con sus almuerzos y siempre vuelve?
–Todo puede ser (risas). No me crean nada de lo que digo o hago, en serio. Ahora estoy terminando la biografía de Don Ramón, el personaje del Chavo. Creo que es lo último que voy a escribir. Quiero hacer otras cosas.
“Oh tú, Cucurto del demonio”, podrían decir sus lectores al terminar de leer su nueva novela, plagiando al propio Cucurto, al que le gustó tanto un verso de Girri (“Oh tú, Delfina”) que se le ocurrió hacer su propia versión con sus dominicanas del demonio. El escritor asegura que ese “realismo atolondrado” –cargado de sensualidad, de delirio y de neologismos como tickis, chiris, yotibenco, superyotis, buch– está más sosegado en Las aventuras del Sr. Maíz. “No es tan desenfrenado, es más reflexivo. Aunque también tenga muchas cosas disparatadas, es un realismo más seco”, aclara Cucurto. Lo del Señor Maíz se lo contó una dominicana. Según parece es un rito sexual, pero él nunca supo si la historia es verdadera o no. En la novela, un tal Washington Cucurto –cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia– tiene una novia dominicana que le dice que él es el elegido para que le recubran el pene con oro. Las mujeres del Caribe eligen al Señor Maíz una vez al año y le rinden homenajes al único santo viviente, vicioso y pecador. A pesar de que el elegido debía ser caribeño, el “impostor” de la historia –ungido en un local de compra y venta de oro de la calle Libertad– nació en Quilmes, es repositor en varios supermercados, escribe sus primeros poemas y está locamente enamorado de la cumbia. “Es más autobiográfico, pero desde el personaje. Creo que me faltaba completar el personaje Cucurto, que en los otros libros no quedaba bien claro: cómo va contando, cómo creció, cómo se fue inventando y sus gustos literarios, siempre sosteniendo la estética del choreo en la literatura”, explica el escritor, que nació como Santiago Vega, pero siempre publicó sus libros con ese seudónimo que suena tan dominicano.
–¿Reivindica el “plagio”?
–No el robo textual, lo que reivindico es la reescritura, la recreación de los textos. Me gusta decirle robo porque se trabaja sobre una idea ya dicha. Para afanar hay que tener clase, porque ser creador es fácil, lo difícil es agarrar un molde y rediseñarlo. Tenés que tener la habilidad del que lo hizo y la habilidad para transformarlo.
–Pero su literatura se caracteriza por reflejar un mundo como el de la cumbia, que no tenía ni siquiera molde previo.
–Quizá fue escrito anteriormente de otra manera y con otra Buenos Aires. Roberto Arlt tenía mucho de inmigración y ya hablaba del Once, de Rivadavia, de Caballito. Lo que llama la atención es que la cumbia, como registro musical, no fue tratada en la literatura. La cumbia entra como un mundo que veo, pero que deformo.
–¿Cómo trabaja el lenguaje que traen esos nuevos inmigrantes a la ciudad?
–Yo siempre traté de tomar palabras de la oralidad, escuchar cómo habla la gente. La palabra ticki me la decía un compañero de supermercado; yo invento pocas cosas, soy un ladrón, claramente (risas). Mi literatura está basada en la oralidad, porque empecé a escribir a partir de lo que escuchaba (“qué lindo esto que dijo”, “qué raro escucharlo hablar”), de lo que me contaba la gente que me rodeaba. Y después también de lo que veía, de los colores, de lo que sentía con la cumbia. Yo sabía que ese mundo no lo conocía nadie, lo viví de muy chico y para mí es un mundo maravilloso. Ahora no tanto, porque con lo de Cromañón se cerraron muchas bailantas. Hace poco fui a una y estaba muy apagada la cosa, ya no es lo que era antes, cambió mucho. Pero ese mundo que conocí es el que conté en mis libros, tratando de ser fiel desde mi mirada.
–¿Por qué piensa que el mundo de la bailanta genera tantos prejuicios en las clases medias?
–La verdad que no sé, hay un montón de prejuicios en la sociedad, no solamente con la música. Yo estuve buscando departamento para un amigo mío y las inmobiliarias no me abrían la puerta, no me atendían, me hacían seña de que no había departamentos, cuando tenían un montón de cartelitos de alquiler. Piensan que soy un ladrón, por el aspecto. O de noche no me paran los taxis, o las señoras se agarran las carteras cuando me acerco.
–¿Y esos prejuicios los sintió entre los escritores?
–No al principio. Pero ahora siento que me hacen críticas relacionadas con esos prejuicios, si será verdad o mentira lo que escribo, si soy o me hago, siempre está esa duda. No invento lo que pasa en el mundo, yo no traje a las dominicanas a Constitución.
–Alguna vez dijo que no se puede ser otra cosa en el mundo que no sea peronista. ¿Cómo es eso?
–Cada día que pasa me doy cuenta de lo grande que era Perón, ahora, cuando más injusticia social hay. Cuando Perón estuvo, el pueblo era feliz; él fue el hombre que desató el paquete de la justicia social. Creo que lo mejor que nos pasó, sin duda, fue el peronismo. Los dos políticos más importantes de Latinoamérica son peronistas, Lula y Chávez. Perón fue un adelantado absoluto y Eva ni hablar, fue un milagro, algo increíble, pero hasta hoy el peronismo es algo que no se comprende. El peronismo es como la literatura de César Aira, todavía no se sabe bien qué es, no se llega a armar. Para mí está claro, el peronismo y la literatura de Aira. Pero mi mirada es muy básica, no soy un intelectual. Yo vengo de una familia obrera peronista, no ligada al partido, pero peronista, como la mayoría de los argentinos, por una cuestión sentimental. Siempre voté al peronismo, nunca a un radical.
–¿Por qué se burla tanto de la seriedad en la literatura?
–Si no, se vuelve algo muy difícil de hacer, y el arte tiene que ser liberador, no es para que se esté sufriendo. No se puede hacer algo que no se disfruta, demasiado ya con el trabajo. La vida es demasiado corta para agregar más obligaciones de las que uno tiene, y si encima la literatura te hace sufrir... No me gusta el concepto de trabajo y del rigor técnico que se tiene en la cultura “alta”. A mí me gusta escribir livianamente, tranquilo, sin presiones, quiero que sea algo llevadero y entretenido porque así está más relacionado con la vida de uno. Y no estar esperando escribir “la gran obra”, “el gran libro”, todo eso no existe, para mí no tiene sentido.
–¿Por qué?
–¿Escribir un gran libro? ¿Para qué? La literatura no influye sobre la realidad ni puede cambiarla. A mí me gusta leer poesía, novelas, pero eso no está por delante de la vida. También me gusta el fútbol (soy hincha de Independiente), y bailar. No me imagino escribiendo toda la vida libros ni en pedo, ni loco.
–Usted rechaza la estética de la prolijidad en la escritura. ¿Qué le aporta la desprolijidad?
–La libertad y el error, te podés equivocar y no pasa nada, te permite no estar atado ni presionado por nada. La desprolijidad en la literatura te hace bien, es algo sano; en cambio, cuando escribís el gran verso, te deprimís. Esa gente que dice que rompe todo lo que escribe, lo tacha o lo corrige mil veces, yo me pregunto para qué, si va a quedar peor o igual. Pero está ese concepto “yo escribo mucho”, “corrijo mucho”, “no muestro algo hasta que no está terminado”, “estoy escribiendo hace diez años”. Yo digo ¡¡¡no!!! No podés estar escribiendo 10 años, es una locura.
Cucurto dice que se está preparando para el viaje a Alemania que lo alejará de los brillos de las bailantas, de esas tickis, siempre sonrientes, por una beca que ganó para hacer una residencia de escritores. “No sé por qué me eligieron, solamente ellos saben, yo sólo les mandé mis libros. Me eligieron por mi foto, por negro”, bromea. “Me gustaría transmitir el Mundial de Fútbol y escribir para algún diario. Ojalá sea para la Argentina, por ahora estuve hablando con un medio de Perú”, anticipa. “Brasil no lo gana seguro, yo sé que no lo gana; creo que está entre Argentina o algún país africano. Con los países europeos no creo que pase nada”, señala. Lo que “lamenta” de la beca es ser el único hispanohablante elegido, pero cuenta que va a ver qué pasa, que espera aguantar la vida allá, por lo menos, hasta el Mundial. En Alemania piensa, si todo sale bien, terminar la biografía de Don Ramón.
–¿Y cómo se lleva con el inglés?
–Es un inglés de supervivencia. Lo mío va a ser todo gestual: “Vení, pasá pa’ al cuarto” (cabecea varias veces), “come on, baby” (risas).

TEXTUAL:

Buen día, de nuevo! No a ustedes, a ustedes ya los saludé, sino a cada cliente que se acerca a la góndola, a cada sierva que viene a comprar dos manzanas para la abuela y una hojita de lechuga para el canario de la señora o un durazno para el rope de la patrona, o las que cuidan los críos de los ricos, ¿para qué tienen críos los ricos? ¡Para que los cuiden los demás! No, nada de eso, tienen críos para tener más poder, más empleados a quienes mandar, una cuida-críos, una maestra jardinera, un psicólogo infantil, un pedagogo de fonética inglesa y, sobretodo de sobretodos, para que su plata pueda seguir siendo administrada por escribanos y contadores de su confianza. La única manera de que esta gente confíe en algo más que el dinero. En el salón del supermercado se mezclan las razas y las condiciones sociales y las desviaciones sexuales se ven en la góndola de zanahorias o de berenjenas. A mí no me importa si los que compran son pobres o son ricos, sólo quiero que se vayan lo más rápido y no vuelvan más, claro que los despido llevándoles el carrito atestado de porquerías hasta las cajas de tarjetas Visa o American Express, con una gran sonrisa en la cara y un “Vuelva pronto, estaré para servirlo”. Servirlo, es la palabra que más le gusta a esta parche y pinche clase clienteril de ricos y pobres, putos y lesbianas, niños y jubilados, negros y blancos, yanquis o árabes, todos pertenecen al género humano por vocación y con eso alcanza para odiarlos. Los ricos odian a los pobres y los pobres son el gran problema de este mundo. Yo odio a los cabezas que desacomodan las góndolas y se llevan una baguette. ¡A esos habría que matarlos!

LA FICHA:

Washington Cucurto sostiene su invención hasta en las breves biografías que aparecen en las solapas de los libros que publica. Pero Santiago Vega –según su documento de identidad– nació en Quilmes, en 1973, y se crió en Berazategui. Junto a su padre, que era vendedor ambulante, recorría la avenida Camino Negro y la villa Fiorito.
Considerado una de las voces más destacadas de las nuevas generaciones de poetas, el apellido Cucurto surgió porque siempre usaba el verbo “curtir”. Ha publicado Zelarayán (Deldiego, 1998), primer premio del II Concurso Hispanoamericano Diario de Poesía; La máquina de hacer paraguayitos (Siesta, 1999), Cosa de negros (Interzona, 2002), Oh, tú, dominicana del demonio y Veinte pungas contra un pasajero, entre otros. En el 2002, con una Buenos Aires atiborrada de cartoneros, Cucurto, junto a dos amigos (Javier Barilaro y Fernanda Laguna), formó Eloísa Cartonera, una editorial de literatura hispanoamericana donde ahora ex cartoneros se dedican a armar las tapas de libros de César Aira, Fabián Casas, Leónidas Lamborghini y Néstor Perlongher, entre otros.
Silvina Friera Diario Pagina12 / Buenos Aires / 2005

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