miércoles, octubre 18, 2006

Historia del hombre que no quiso ser uno solo

El mayor poeta portugués del siglo XX anticipó la muerte del autor antes de que fuera decretada por los post-estructuralistas. Fernando Pessoa empezó a utilizar los heterónimos, “otros modos de ser” –Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos y Bernardo Soares–, en 1914. En un mundo que se desarticulaba en pedazos por la Primera Guerra Mundial, el poeta fraguó el mito de la heteronomía literaria, desconfió de la unidad, sospechó que las grandes obras eran una entelequia, que sólo sobrevivirían unos pocos textos, breves, concisos y variados, y forjó un proyecto estético al servicio de la dispersión y la fragmentación de la subjetividad poética. No persiguió la gloria inmediata ni el reconocimiento personal, pero aspiraba a la posteridad, aunque lo hayan ignorado en vida. Y fue su famoso baúl con más de 25 mil páginas manuscritas, que dejó cuando murió en 1935, el pasaporte que le permitió perdurar como un genio de la literatura. En estos dias se cumplen 70 años de su muerte.
“Antiguos navegantes tenían una frase gloriosa: navegar es preciso, vivir no lo es –escribió Pessoa en una de sus anotaciones–. Quiero para mí el sentido de esta frase a fin de fundirla con lo que soy: crear es necesario, vivir no.” Y la fundió tan al pie de la letra que sólo “vivió” por y para la literatura. No se casó –era incapaz de relacionarse con las mujeres–, aunque tuvo un romance fugaz con una muchacha a la cual le escribió, en la carta de ruptura, que su destino pertenecía a “otra Ley, cuya existencia no sospecha usted siquiera”, situación que remite al modo en que Kierkegaard rompió su compromiso con Regina Olsen. Nunca tuvo una casa propia y distaba de ser una persona permeable a los círculos sociales de Lisboa. Para Octavio Paz, traductor del poeta en México, la historia del verdadero Pessoa “podría reducirse al tránsito entre la irrealidad de su vida cotidiana y la realidad de sus ficciones”. Pero el poeta portugués no inventó personajes-poetas; creó obras de poetas como las de Caeiro, Campos o Reis, a quienes les diseñó detalladas biografías, horóscopos, retratos físicos completos, características morales, intelectuales e ideológicas porque estaba convencido de que el único camino era el de la simulación estética.
Estos heterónimos se conocían entre sí, polemizaban unos con otros y hasta contradecían a Pessoa. El único que no está afectado por el desasosiego de vivir es Alberto Caeiro, el maestro en torno al cual se determinan los otros. Aunque nació en abril de 1889 en Lisboa, vivió la mayor parte de su vida en una quinta en el Ribatejo, donde conocería a Alvaro de Campos. Su vida eran sus poemas, como dice Ricardo Reis: “La vida de Caeiro no puede narrarse, pues no hay en ella más que contar. Sus poemas son lo que hubo en su vida. En todo lo demás no hubo incidentes, ni hay historia”. En uno de sus poemas, Caeiro escribió: “No tengo ambiciones ni deseos./ Ser poeta no es una ambición mía./ Es mi manera de estar solo”. Alvaro de Campos, que nació en 1890 en Tavira y es ingeniero de profesión, escribió el poema Opiario, dedicado al poeta y narrador Mario de Sá-Carneiro. Se peleó con el maestro Caeiro cuando se acercó al futurismo y al sensacionismo. El poeta Ricardo Reis, médico de profesión y monárquico, recibió una formación clásica. Experto en la forma de los poetas latinos, proclamó la disciplina en la construcción poética y escribió breves odas paganas de un modo impetuoso y como si hubiera sido asaltado súbitamente por la inspiración.
Aunque Reis, como Pessoa, apelaba a metros y formas fijas, el poeta portugués advirtió que no admiraba la perfección formal de su heterónimo:”Reis escribe mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado”. ¿Por qué eligió darse a conocer a través de tantas máscaras (se estima que llegó a crear más 70 heterónimos)? La afirmación vital de Pessoa se configuró en la convicción de su vocación literaria. Para él, el poeta es un “fingidor que finge tan completamente que hasta llega a fingir que es dolor el dolor que de veras siente”. Este humor doloroso, dramáticamente exponencial, le hizo decir: “¿Por qué, engañado, juzgo que es mío lo que es mío?”. El poeta se multiplicó o se despersonalizó como autor en la figura de estos personajes; quizá Reis, Caeiro y De Campos fueron lo que Pessoa anheló ser, si se tiene en cuenta que el origen etimológico de su apellido conlleva en sí este simbolismo de desbordamiento ficticio: la palabra persona surge de las máscaras del teatro. Pero sus heterónimos también son lo que el poeta portugués, que sólo publicó el libro Mensaje (1934) y un puñado de poemas y textos en prosa en diversas revistas como El banquero anarquista (1922), no quiso ser, un yo, una personalidad individual. Esta disgregación es el humus de esa fertilidad secreta que pone en circulación el mito Pessoa.
Pero que haya sido un profeta de “la muerte del autor” o que haya liderado la experiencia modernista en su país con el grupo Orpheu no lo redime de su extensa y compleja relación con la derecha política. Pessoa, descontento con la República proclamada en 1910, colaboró desde joven en Acción, revista del Núcleo de Acción Nacional, abrazó el sebastianismo -por el joven rey Don Sebastián (1557-1578), un mito mesiánico por el cual se volvería a restaurar el esplendor portugués para todos– y en 1928 firmó un panfleto, Interregno, defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal, del que luego renegaría. Antes de morir, Pessoa se definió como “un conservador antirreacionario, un cristiano gnóstico opuesto al catolicismo, miembro de la Orden de los Templarios”. Todavía habrá unas cuantas sorpresas más –la pluralidad de Pessoa parece apenas la punta de un iceberg– en la medida en que se continúen publicando esos papeles inéditos que dejó en su baúl.

Silvina Friera

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