domingo, octubre 08, 2006

La sobreviviente

Es delgada como una nena que pegó el estirón. Pero a los catorce años, ya fue una cautiva. Sobrevivió a una de las redes de prostitución infantil más poderosas del país, con sede en la capital de Santiago del Estero. El Noroeste es la zona del país en la que el rentable negocio de comprar y vender mujeres ha sido superado por el comercio de niñas; cuerpos infantiles entregados a una red de trata de blancas que opera también en Catamarca, La Rioja, Tucumán, Córdoba y Buenos Aires. Lorena, un simple nombre de guerra para una niña en peligro, fue además, “marcadora”, o “reclutadora”: la usaban para convencer a otras chicas de someterse a clientes ricos a cambio de ropa, comida y “casa con piso y sillones lindos”. Lorena aportó datos ciertos sobre su paso por varias ciudades en las que debía tener sexo con clientes y aseguró que son por lo menos sesenta las chicas que forman la reserva infantil del negocio más siniestro de la pobreza norteña. Su historia, reconstruida por Página/12, muestra la lógica de un mercado en el que se complotan viejos conocidos: la mafia, la extrema pobreza, la policía, la debilidad de la Justicia.
Lorena tenía diez años cuando comenzó a irse de su casa, un rancho de dos piezas, con techos de chapas que arden con el sol del verano hasta que se vuelve insoportable permanecer allí adentro. Es casi el mediodía y son media docena los “changuitos” que juegan alrededor de una mesa bajo una parra esperando el flaco almuerzo para el que juntan moneda por moneda vendiendo helados caseros de agua. María no logra que los críos se queden en su sitio y comiencen a jugar sobre las camitas de hierro mientras ella intenta que los nervios no la traicionen, que la memoria no le falle como suele pasarle cuando se pone tensa, que no le dé esa mudez temerosa en que suele caer cuando se presenta en su casa alguien que pareciera ser la autoridad. “¡Quietos, changos!”, les dice, y los corre. “Tráiganme los papeles, que le muestro al señor cuándo es que he nacido, que ya no me acuerdo. Me duele la cabeza si pienso mucho”, pide.
Ha sido una mujer bella: tiene los mismos ojos rasgados que heredaron sus hijas. La de quince los lleva delineados en un color celeste que le regala luz al brillo de la mirada. La de 19 es “la rubita” a la que le quedan algunos mechones teñidos de un ceniza oscuro. Los más chicos se dividen entre los propios, los nietos y los entenados. María tuvo trece. “Mi mamá le ha dicho a la policía ‘yo los cuidé y los crié a todos, los quiero a todos por igual y quiero que todos sean decentes’”, dice una de las mayores. “Fíjese en mis papeles. Tráiganme los papeles”, pide María. Y los papeles aparecen para ayudarle a ordenar la vida que se le ha ido entre los chicos y el marido, al que ha “corrido” hace ya un tiempo.
Ella nació en el ’55. Así lo muestra en la partida de casamiento que guarda en una bolsa de nylon. Nació en un paraje tucumano conocido como “Los ralos” donde vivió pocos años porque su madre prefirió dejar atrás a su padre: apenas lo recuerda y a veces fantasea con la idea de verlo ya viejo. “He escuchado rumores de que quería saber de nosotros”, dice. Su madre juntaba huesos, tarros, fierros, cuenta. María dejó el campo tucumano y migró al monte santiagueño, a la finca de Los Burgos, donde se deshizo las manos carpiendo el algodón. Los primeros chicos nacieron allá, sin médicos, a la vieja usanza. Lorena llegó en la maternidad de Santiago, la ciudad a la que la miseria campesina la empujó hace unos 15 años.
María, un nombre también ficticio para proteger su identidad, se niega a profundizar en el destino que ha corrido su hija, ahora a disposición de la Justicia de Menores de Santiago, internada en un sitio secreto de la capital de 500 mil habitantes. “Yo no sé nada, mejor si uno no sabe –dice–. Cuando pienso mucho para acordarme de algo me duele la cabeza, por acá atrás, y es un dolor insoportable.” Pero María logra que los pibes salgan del rancho y recuerda las primeras fugas de su hija, los primeros síntomas de aislamiento y los problemas en la escuela cuando había cumplido apenas los diez años. Lorena marca esa edad como la de la pérdida violenta de su niñez: un desconocido la violó. Es el punto de inflexión casi inexorable en las historias de las niñas secuestradas por la trata de blancas. Luego, como si se respetaran las leyes de un manual de la miseria, comienzan las fugas y los primeros escarceos con la prostitución a cambio de ropa nueva. “Los vecinos la hacían llorar porque decían que ella andaba con viejos”, saben sus hermanas.

Comando

Cinco veces, asegura la familia de Lorena, denunciaron ante la policía de Santiago del Estero, siempre en la Comisaría 15ª, de La Banda, que la nena se había escapado. Cada vez el trámite de recuperar a Lorena se volvió más difícil. Al comienzo eran desapariciones de tres días. Luego los períodos de ausencia se fueron haciendo más largos. María no lo soportaba: caía en cama, deprimida. Cuando su marido, obrero de la construcción, vivía en la casa las cuidaba de que no anduvieran en la calle, dice. “Pero lo eché por chinetero”. Chinetero es el santiagueño que anda con chinitas, como las suyas. María, sola, empleada como doméstica en la casa de un doctor a 15 pesos el día, no pudo controlar a la más rebelde de sus chinitas. “Era una nena que empezó a ver la buena vida en otras partes y que ya no se hallaba en esta pobreza”, cuenta. “Mamá, yo quiero algún día tener una casa como ésa”, le pedía. “Y yo sueño todavía con mejorar, con tener aunque sea unas chapas y algo de cemento para que no estemos tan amontonados”, se esperanza ella.
Todos los hermanos de Lorena solían salir a buscarla cuando se iba con lo puesto. Supieron así que la nena entraba a las oficinas del Comando (de policía) con la naturalidad con la que debiera haber entrado a la escuela que abandonó en séptimo. “Ella comenzó a limpiar en un bar del centro, sobre la calle Belgrano”, cuenta una vecina. “La veía entrar, pero ya no la veía salir, la esperaba, pero ella se quedaba adentro”. El bar se llama Felipe y es un lugar de reunión para noctámbulos marginales y un refugio cercano para los muchachos de la Unidad Regional que queda a sólo dos cuadras del sitio.

Soledades

En la Justicia de Santiago del Estero los empleados son pocos y no debe haber peor soledad que la de un juez en lo penal del Norte. Al que le quema en las manos el expediente que inauguró la declaración de Lorena es a Mario Medina, el hombre al frente del Juzgado en lo Correccional 1, que prefiere el hermetismo. Era el segundo en ese mismo juzgado cuando se investigó el doble crimen de La Dársena. Presenció la detención del jefe de Policía de los Juárez, Musa Azar, en su zoológico personal. Sabe que, excepto un puñado de fieles, no puede contar con la fuerza, cuyos códigos corporativos siguen intactos, aun con el ex capo en detención domiciliaria. De hecho, Página/12 pudo determinar que ninguna de las denuncias por fuga de hogar y desaparición presentadas por la familia de Lorena llegaron a la Justicia. “El tráfico es de tal nivel que es posible que sean tantos como dice la niña los que están en esa situación circulando por varias provincias”, admitió una fuente judicial que sospecha, a partir del caso de Lorena, que en realidad la policía nunca les ha informado sobre otras desapariciones. Santiago, creen, es el centro nacional que provee de niñas, y también de niños, a redes de prostitución del resto del país (ver nota aparte).
Es la larga relación de sometimiento de Lorena con sus proxenetas y con la policía la que la habría llevado a ocupar otro lugar en la cadena de producción de la trata de blancas. Alertados por las investigaciones aisladas, pero continuas, que realizan distintos jueces penales con recursos mínimos, los traficantes de nenas han preferido tercerizar una parte del trabajo. Y en su caso, según contó ella misma con detalles, la usaron ya no sólo para prestar servicios sexuales sino para detectar, marcar y a veces convencer a otras chicas pobres de Santiago de ingresar a la red. Resulta impresionante la similitud obvia que existe entre el lugar que se les asignó a algunas de las mujeres secuestradas por la última dictadura y el que se le asigna a esta niña como marcadora de otras criaturas para convertirse en prisioneras.
“A las adultas que no tienen fiolo las secuestran, las inyectan con cocaína y las mantienen encerradas con una violencia brutal, golpeándolas, torturándolas. Deben trabajar en el salón y son propiedad del ‘Don’, que es el dueño del prostíbulo. Si se resisten las matan, las hacen desaparecer como ocurre en Tierra del Fuego”, asegura un investigador.
En el caso de las menores, la actitud es distinta. No son exhibidas en los salones de los cabarets de provincia sino que forman parte de un ejército más exclusivo. Son carne para clientes especiales y de absoluta confianza de la red. “O las entregan como parte de pago de favores a miembros de la misma mafia o los clientes son hombres con una situación personal y profesional que hace imposible que denuncien que se acuestan con menores: pueden ser hombres públicos como funcionarios, por ejemplo”, continúa la fuente.
El relato de Lorena ante la Justicia por momentos parece desmesurado. Por ejemplo, es improbable que haya estado embarazada, como asegura. La marca que tiene en la pancita es de una operación de peritonitis, no de una cesárea como se creyó al comienzo. Pero los investigadores desmenuzan el testimonio intentando chequear la información: han confirmado que era trasladada a otras provincias y que veía cómo también eran transportadas como mercancía otras niñas de su edad. “Es evidente que tal como ella dice fue obligada a consumir drogas, sobre todo, Rohypnol con alcohol y marihuana. El efecto de tantas pastillas puede dejar esa huella, una dificultad para reconstruir con linealidad un relato”, aseguran los peritos que la han atendido. La mujer petisa, excedida de peso, de cabello ondulado que la regenteaba está en la mira. Pero no es el pez más gordo de la lista.
En el barrio periférico en el que viven los hermanos y la mamá de la nena sobreviven sin ayuda alguna del Estado, sin planes sociales, sin cajas de alimentos, sin colchones ni chapas nuevas. No parece ser el escenario ideal para recibirla, si es que algún día puede regresar a un cotidiano mejor, acorde a su edad, a sus sueños. “Yo pienso, si es por ella, mejor que la dejen en un hogar, aunque me duela no verla”, cree su madre. “Porque es mejor que esté viva, no que camine por Santiago y la terminemos llorando por muerta”.

Cristian Alarcón

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