domingo, octubre 08, 2006

Niños trabajando

El chico estaba parado en la vereda, junto a una pila de cartones y miró fijo a quien, saliendo de la casa, pensó que le pedía una limosna. Recibió cinco pesos, suma ínfima aunque suficiente para dos panchos, una bebida y un alfajor. El chico no se movió; aparentemente sin darle importancia, guardó el billete en el bolsillo, y con una voz castigada pero segura preguntó:

“¿Tenés cartones?” La limosna recibida no había roto la concentración en su trabajo. Tendría alrededor de diez años y muchos problemas, pero no el de una atención fluctuante. No había cerca ningún familiar que lo controlara. El chico estaba autocontrolado, como un obrero que sabe que debe responder a un ritmo y a una tasa de producción incluso cuando el capataz no está cerca, porque su trabajo es juzgado según el

promedio de producto final exigible. En este caso, el producto final de su actividad es el primero del circuito de reciclado: cartones. Buenos Aires no recicla basura, como lo hacen las ciudades que piensan en el futuro, pero les entrega a los cartoneros la gestión nocturna de los papeles y este chico ocupaba su lugar sin distracciones.

A diferencia de los chicos que están completamente fuera del mundo, tirados en los andenes o en los umbrales o en los halls de las estaciones, semidormidos, semidrogados, apabullados por el hambre o por un entorpecimiento general del cuerpo que ya ha recibido más castigo del soportable; a diferencia de los chicos que corren por los vagones de los trenes y mantienen conversaciones con los guardas que los conocen; a diferencia de esos chicos que no participan en el circuito del subtrabajo, el pibe que recibió los cinco pesos estaba absorbido por la tarea. Admitía, como cualquier trabajador, que no era momento para festejar la recepción de esos cinco pesos inesperados; tampoco podía dejar el paquete de cartones y caminar hasta un negocio de panchos o de empanadas, como si fuera dueño de su tiempo y pudiera entregarse a la realización de sus deseos inmediatos. Es difícil saber de qué modo los cinco pesos extra se sumarían a lo recaudado esa noche por la venta de cartones: si pasarían a formar parte de un dinero privado del chico, o si ingresarían a la recaudación familiar o grupal.

Lo que estaba claro es que el chico siguió con lo suyo, defraudado porque alguien que parecía bien dispuesto, como la persona que le dio el billete, no tenía un suplemento de cartones que, en ese momento, eran más interesantes o le hubieran ayudado a alcanzar una cuota inesperada en su acopio de desechos reciclables. La inmediatez con que un chico de diez años realiza sus deseos cuando no es cartonero, el carácter imperativo con que los manifiesta cuando pertenece a una familia que no recoge basura para venderla al peso, son rasgos de un estilo que este chico desconocía o, por lo menos, se mostraba decidido a posponer como si fuera una miniatura de adulto, alguien que había madurado por la presión de la necesidad. ¿Cómo piensa un chico de diez años cuando trabaja?

Esa pregunta no era extravagante hace más de un siglo: fotografías conmovedoras muestran chicas hilanderas que accionan telares con bobinas más largas que sus cuerpos, y vagones cargados de chicos tiznados de carbón, a la salida de las minas, con cascos desmesurados para su estatura, cascos casi más anchos que sus hombros: figuras pequeñas horriblemente disfrazadas de obreros, mutantes achaparrados y enclenques, ojos ensombrecidos por la tuberculosis, sonrisas absortas y desvaídas, delantales harapientos y gorras estropeadas. Son impresionantes esas fotos. Hoy encontramos réplicas como esas en la puerta de un edificio de departamentos en cualquier barrio de la ciudad.

Pero volviendo al chico que recibió el billete. Fue muy evidente la ausencia de agradecimiento. Ni siquiera ese mecánico agradecimiento inarticulado que pronuncian los repartidores de estampitas o calcomanías. Nada, ni un palabra, como si el billete fuera un objeto extemporáneo, algo inesperado que no figuraba dentro del elenco de transacciones posibles porque estaba en horario de trabajo.

Beatriz Sarlo Diario Clarin/Buenos Aires 2005

No hay comentarios.: