domingo, octubre 08, 2006

Cómo se vive en la mejor ciudad del mundo?

Llegaron por distintos caminos. Uno siguió a sus hijos, el otro a su mujer y el tercero su sueño de estudiar en el exterior. Pero encontraron lo mismo en Vancouver: una ciudad cosmopolita con playas, montañas y el mejor clima de toda Canadá, donde las casas no tienen rejas y hay tiempo para disfrutar con la familia.

La lista de ventajas sigue, según revelaron a LA NACION tres de los cientos de argentinos que habitan la urbe con mejor calidad de vida del mundo, de acuerdo con un estudio publicado esta semana por The Economist.

"La gente se cruza y se sonríe y los conductores de ómnibus te saludan", observó maravillado Miguel Makon, un contador de 64 años que vive allá desde hace dos. "Si bien hay ricos y pobres, la diferencia de distribución de ingresos no es tan grande -explicó-. No hay gente desesperada, no hay violencia. La gente no vive con odio, echándole la culpa al gobierno." Ciertos valores que escasean en nuestro país, como la tolerancia, también sorprendieron a este hombre que solía vivir en el barrio porteño de Versalles. "Acá son mucho más tolerantes -destacó-. Se respeta a la gran cantidad de inmigrantes, a los minusválidos. La ciudad está diseñada para que las sillas de ruedas puedan circular sin problemas."

Makon, que en la Argentina asesoraba a empresas y trabajó en el Ministerio de Economía, no emigró por razones económicas. Extrañaba a sus dos hijos, y empezó a preguntarse "si era válido estar lejos de la familia".

Hoy, junto a su esposa, ve crecer a sus dos nietos. Y está asombrado por la educación que reciben. "Por ejemplo, hay pocos accidentes de tránsito -observó-. Porque la gente está educada, y no hay coimas. Entonces el niño mira la forma como su padre conduce, y aprende que no hay otra forma de conducirse que la de respetar al otro. Actitudes como ésa, opinó, lograrían que muchas cosas cambiaran en la Argentina "sin poner un peso".

Para Fernando Aldasoro tampoco tiene precio el tiempo que comparte con su hijo Tomás, de dos años. "En Buenos Aires se vive en una vorágine, y los padres trabajan muchas horas -señaló-. Pero ésta es una ciudad muy tranquila, y podés estar en tu casa a las cinco o seis de la tarde".

Esa calma le recuerda a su Rosario natal a este hombre de 35 años, que en 2003 renunció a su trabajo en una consultora y se fue a Vancouver para hacer un máster en administración de empresas. Como parte del programa de estudios, hizo una pasantía en una compañía minera que tiene 16 minas en el mundo. Hoy, apenas meses después, trabaja allí como gerente de planificación estratégica.

Como si eso fuera poco, vive en una ciudad rodeada de bosques, montañas, playas y lagos, habitada por dos millones de habitantes, donde el Estado cubre la salud y la educación y donde "nadie está preocupado por la seguridad".

De hecho, Nicolás Lucesoli y su familia parecen vivir en otro planeta: todas las noches, cuando se van a dormir, dejan sin llave la puerta de su casa, que no tiene rejas y ni siquiera un cerco que impida a cualquiera entrar en su jardín.

"Acá todo funciona -señala Nicolás- por la simple razón de que la gente cree en el sistema. Cumple las leyes y paga los impuestos porque sabe que le van a volver con creces. Y cuida lo que tiene porque sabe que es único."

Nostalgia en el paraíso

Nicolás tiene 31 años y llegó a Vancouver hace cuatro "sin nada", recién casado con una canadiense que conoció mientras viajaba por la India. Hoy tiene dos hijos, una casa y su propia empresa ( www.vidaplena.ca ), donde trabaja como entrenador y profesor de yoga y pilates. "El sistema me recibió con las manos extendidas -asegura-, y me siento orgulloso del lugar donde vivo, porque está diseñado para que todos vivamos mejor."

Nicolás parece tener todo a su alcance. A sólo tres cuadras de su casa "empieza uno de los bosques más grandes del planeta, que llega hasta Alaska". Según él, "es común en el verano ver osos caminando por las calles". A sólo cinco minutos en auto tiene el mar y a diez, las montañas, con tres centros de esquí. La educación de su hija, que habla tres idiomas, es totalmente financiada por el Estado. Y convive con gente que proviene de los rincones más alejados del planeta, "sin violencia ni distinción de razas".

"Hace cuatro años nunca hubiera pensado que un día sentiría a Vancouver como mi casa, pero es así -confesó-. Encontré mi lugar en el mundo."

Aunque parezca increíble, Nicolás planea volver a la Argentina. También Fernando. Ambos quieren recuperar cosas irreemplazables, las mismas que hacen que Miguel observe que Vancouver "no es el paraíso".

Además de los parientes y amigos que dejaron atrás, los tres extrañan los códigos que sólo comparten con su gente. "La espontaneidad, por ejemplo -observó Nicolás-. Acá no existe eso de caer en la casa de un amigo sin avisar, y las visitas son más cortas."

En esto influye, explicó, el hecho de que tener una empleada doméstica sea casi imposible. "La mano de obra es muy cara", coincidió Fernando, quien no pudo afrontar el gasto de una niñera para su hijo mientras cursaba el máster.

También es caro el acceso a la vida cultural, según Miguel, que en Buenos Aires no se cansaba de salir. Y que allá tuvo que adaptarse a cambios mucho más importantes: para poder trabajar como asesor financiero y de seguros debió comenzar de cero, a la edad en que muchos se jubilan, porque no le reconocieron el título.

A miles de kilómetros de distancia, los tres leen a diario por Internet las noticias de la Argentina. "Se extraña lo latino", resumió Miguel, con nostalgia. "Acá -agregó- los argentinos estamos huérfanos."

Celina Chatruc

Diario LA NACION / Buenos Aires 2005

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