martes, octubre 17, 2006

La venganza será terrible

Un hombre de negocios sin nada de extraordinario excepto su borrachera es llevado preso. El lugar es Corea, a finales de los ’80, mientras el país sufre una sangrienta dictadura militar. En la comisaría no puede quedarse quieto, de modo que lo encadenan a una pared. Afortunadamente aparece un amigo que paga su fianza. Salen y, en medio de una noche lluviosa, mientras el amigo hace una llamada telefónica, este hombre desaparece. No hay rastro de él. Acto seguido, lo vemos asomarse bajo una rendija metálica: pregunta por qué está preso y cuánto tiempo deberá permanecer allí. Su voz, hablando desde cerca del final de la historia, contesta su propia pregunta: quince años.

¿Es un prisionero político? ¿Está secuestrado por dinero? ¿Se trata de un error? A medida que pasan los meses y los años, las preguntas se van eliminando. Oh Dae-su, el preso, hace listas de enemigos para deducir un responsable. Nada. Su celda parece un cuarto de hotel: paredes empapeladas con agobiantes figuras circulares, un cuarto de baño de luz verdosa, una cama y un televisor. Por la rendija pasa regularmente una bandeja siempre con el mismo alimento: bocaditos fritos. ¿El infierno? El televisor es su “escuela, hogar, amigo, amante”. A través de la pantalla vemos las transformaciones del mundo (la democracia llega a Corea –de modo que no es secuestro político–, los británicos se retiran de Hong Kong, los aviones chocan contra las Torres) y de su vida (su mujer fue asesinada y la policía lo busca como principal sospechoso, su hija fue dada en adopción). Oh cambia. De la televisión aprende artes marciales. Tras golpear por años las paredes con el puño desnudo, unas callosidades rugosas se forman en sus nudillos. El hombre débil y sin carácter que fue capturado deja su lugar a un monstruo con un plan. Ayudado por un alambre, Oh raspa una de las paredes por años hasta sacar un ladrillo: del otro lado llueve. “Un mes más y seré libre”, piensa. En ese momento, el mismo gas que era utilizado para dejarlo inconsciente y cortarle el pelo, curar sus heridas autoinfligidas y hasta para evitar un suicidio, inunda la habitación. Cuando vuelve en sí, está en libertad. No tiene nada que perder ni nada que hacer, excepto encontrar a su captor y vengarse de él.

LA TRILOGIA
Esta es la segunda parte de una trilogía con la venganza como tema central anunciada por el director Park Chanwook. La primera parte fue Sympathy for Mr. Vengeance (vista en Buenos Aires en el penúltimo festival de cine independiente), en la que una cascada de vende-ttas paralelas provoca desastres en las vidas de todos los involucrados. La tercera parte será Sympathy for Lady Vengeance, que acaba de ser concluida y, por lo que se sabe, contiene una dosis de violencia mucho menor que sus predecesoras.

Aparentemente, el director no tenía interés particular en consagrar una trilogía a este tema, pero, tras la buena recepción de la primera película, su productor sugirió dedicar otra película a lo mismo. Tras ello, y el éxito de ambas, una tercera era inevitable. Si uno da crédito a las palabras del director, la prensa es la principal responsable de la existencia de una trilogía: “La verdad es que no quería hacer otra película sobre la venganza. Pero, durante la presentación de Oldboy, tantos periodistas me preguntaban si iba a haber una tercera parte que empecé a molestarme y respondí que las historias de venganza son un material muy rico y que podía hacer diez películas con ellas. Así que la Trilogía de la Venganza fue concebida a partir de mi irritación con los periodistas”.

LA VENGANZA
A pesar de su tema shakespeareano, las dos primeras películas no tienen muchos puntos de contacto entre sí. Sympathy... es una película con un guión complejo, pero contado de modo ascético, con elementos mínimos. Oldboy, en cambio, es una película barroca, en la que todo vale y donde hasta una hormiga de dos metros de altura que viaja en subte no está del todo fuera de lugar.

Aunque el comienzo está levantado directamente de una de las matrices de las historias de venganza, El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, veladamente versionado innumerables veces (con particular destreza en la gran novela de Alfred Bester, Las estrellas, mi destino), la película lleva el mismo nombre que un manga creado por los japoneses Minegishi Nabuaki y Tsuchiya Garon. Sin embargo, muy poco del relato de ese comic quedó en el guión final, cuyo mayor responsable es el director.

La construcción del guión es uno de los mayores méritos de Oldboy. El comienzo descripto antes no sólo plantea un enigma descomunal sino que, además, da todas las pistas necesarias para su resolución. ¿Cómo pone en marcha Oh su pesquisa? Prueba los arrolladitos de todos los restaurantes con delivery de la ciudad hasta que da con el sabor que se grabó en su memoria tras quince años de degustación forzada. Es mejor no revelar otras pistas.

LA VIOLENCIA
Pero más hábil aún que su estructura, es la manipulación que hace Oldboy de su espectador, el verdadero eje del film. Las risas y las expresiones de disgusto que se oyen puntualmente en la sala (ambas simultáneas en dos escenas memorables: aquella en que el protagonista se come un animal vivo, literalmente y sin truco; y en la que saca algunos dientes con un martillo) demuestran que cada espectador está entregado completamente a las emociones telegrafiadas por el relato: nos identificamos con quien el relato nos dice, en el momento en que nos lo dice y jamás nos permitimos tomar la distancia que necesitaría una duda, una segunda reflexión acerca de lo que se muestra. Eso vendrá después. Desde luego que un pulpo masticado y un poco de odontología medieval no garantizan la entrega del espectador. Lo que lo hace es la perfecta dosificación de la información. Esta es tan hábil, que uno no se hace la pregunta crucial hasta que la enuncia uno de los personajes del film: “La cuestión no es por qué Oh fue detenido quince años sino por qué fue liberado”.

La historia de venganza del protagonista, descubrimos, no es la venganza que nos cuenta la película. Esta es sólo una pieza en una trama mucho mayor. Es decir, el protagonista debe vengarse para que pueda activarse sobre su persona una venganza planeada previamente. Todo el tiempo, casi hasta la escena final, Oh y su amante Mido son manipulados por su enemigo Lee Woo-jin. Esta manipulación refleja la que sufre el espectador. Lee Woo-jin crea una ficción dentro de la ficción y reproduce el lugar de un director, al punto de que más de una vez demuestra que conversaciones mantenidas por los personajes fueron creadas por él (el mecanismo por el que lo logra es complicado e involucra la hipnosis). Oh y Mido son marionetas que no pueden sino hacer lo planeado por Lee, así como los espectadores no podemos sino responder pa- vlovianamente a los estímulos del film. Esta película hiperviolenta (la pelea en el pasillo de Oh armado con un martillo y contra toda una banda, filmada en lo que parece una sola toma de varios minutos, marca un antes y después en las peleas en el cine) problematiza el lugar del espectador frente a la violencia, cuestiona su pasividad, su entrega, al reproducirla dentro del relato. Al exponer los mecanismos de manipulación del cine, Oldboy se pone a años luz de la catarata de películas de venganza que viene de Hollywood, en las que el agravio a un personaje de los buenos es el disparador y la justificación mecánica de cualquier cosa y lo que los espectadores digieren cotidianamente sin preguntarse nada acerca de ello. Oldboy logra mirarse el ombligo sin dejar de avanzar: es más violenta, más cautivante, más excesiva que cualquier película de Hollywood, y al mismo tiempo renuncia a ser perversamente inocente respecto de lo que está haciendo. Ya hay anunciada una versión norteamericana para el 2006. No podrá ser sino la anulación puntual de cada uno de los méritos de ésta.

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