lunes, octubre 23, 2006

Crearon una PC que reconoce los sentimientos

Mientras estoy sentado conversando con ella se me ocurre que mucha gente podría considerar a Laura la pareja ideal: entiende, no se enoja cuando ignoro sus sugerencias, reconoce que uno está bajo mucha presión y me ayuda en todo lo que puede para que logre cumplir mis objetivos. Tal vez, Laura y yo podríamos tener un maravilloso futuro juntos...

Exagero. No pienso huir con una computadora, aunque mientras le cuento mi régimen semanal de ejercicio, me siento extrañamente comprometido en la conversación. Y admito que algunas personas ya han perdido toda perspectiva racional sobre Laura, la primera computadora capaz de reconocer los sentimientos del usuario.

"Incluso, algunos que la conocieron nos han dicho que sentían que le gustaban a Laura -señaló Rosalind Picard, una de las creadoras del personaje de software-. Fue algo realmente rarísimo."

Picard, experta en computación del reconocido Media Lab del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), dirige el Grupo de Computación Afectiva, que diseña software capaz de reconocer y adaptarse al estado emocional del usuario. Y los personajes como Laura pueden ser, según parece, emocionalmente inteligentes.

Sus gestos amistosos y comprensivos y una voz suave logran subvertir mi conciencia racional, que me avisa que estoy hablando con una máquina. Cuando me levanto, quedo con la extraña sensación de que acabo de disfrutar de la compañía de "alguien" que vive dentro de una computadora.

Esta sensación, embarazosa, se da porque la emoción es más importante que el pensamiento racional. "En lo que se hace y en cada decisión tomada, la emoción tiene un rol", dijo Clifford Nass, sociólogo y experto en informática de la Universidad de Stanford. En uno de sus estudios, adultos que aprendían inglés como segunda lengua mejoraron su desempeño en un 27% cuando un compañero digital dentro del software los felicitaba por las respuestas correctas. Las respuestas incorrectas eran recibidas con simpatía y comentarios como "Esa era una pregunta verdaderamente difícil".

En otro trabajo en simuladores de manejo, hubo un 50% menos de accidentes automovilísticos cada vez que la voz de un personaje de software calmaba a los usuarios. Y Picard prevé aplicaciones similares para las computadoras capaces de reconocer el estado de ánimo o, por ejemplo, cuando un estudiante se siente frustrado: en el momento justo, una voz calma afirma "Puedes hacerlo" o "La mente es como un músculo... Si la ejercitás, se hace más fuerte".

Críticas al modelo

La computación afectiva también tiene sus críticos. "Las computadoras no deberían ser más inteligentes que un lápiz", opinó Ben Shneiderman, experto en informática de la Universidad de Maryland. Para él, la gente que usa computadoras necesita sentir que controla y domina la tecnología. Crear la ilusión de que la máquina tiene sentimientos, opinó, instaría a las personas a no hacerse responsables de sus acciones ni de las consecuencias de usar las máquinas.

Jaron Lanier, pionero de la realidad virtual, es aún más directo: "Si las personas confunden la computadora con un ser humano, la explicación es que la computadora se volvió inteligente o que la persona se volvió estúpida -sostuvo-. Hemos aprendido a aceptar una cierta cantidad de falsa emoción en nuestras vidas, sobre todo en los actores y en los políticos. Pero si nos engañamos creyendo que la computadora se preocupa por nosotros, tal vez nos estemos volviendo más estúpidos en el plano emocional".

Pero Picard desestima las críticas. "Dicen que como aún se sabe muy poco de las emociones y no existe una teoría de la emoción válida, nuestro trabajo es prematuro -comentó-. Pero no necesitamos una teoría de la emoción para equipar con empatía un agente digital."

Y hay pruebas de que las máquinas con inteligencia emocional ya han mejorado la vida de las personas.

Por ejemplo, el rostro franco y los modales suaves de Laura ayudaron a muchos a cumplir con un programa de ejercicios. "[Su personalidad] es como una serie de opciones de decisión, en forma de árbol, que representan los diferentes fragmentos de conversación", explicó Timothy Bickmore, su creador y profesor de Northeastern University, en EE.UU. Según Bickmore, Laura estará en las computadoras hogareñas dentro de unos 5 años.

"¿Cómo está hoy?"

Cuando Laura le pregunta al usuario "¿Cómo está hoy?", el software evalúa la respuesta y elige la apropiada entre una cantidad amplia de posibilidades. Otra parte del programa controla lo que Laura dirá y diseña su respuesta eligiendo expresiones, gestos, tonos de voz y otros "atuendos" emocionales. También compara lo que dirá con lo que ya ha dicho antes y determina qué elementos contienen información nueva y les agrega mayor énfasis.

Otro rasgo clave de las relaciones duraderas es la capacidad de reconocer estados de ánimo y saber cuándo no inmiscuirse. Si esto no ocurre, uno tiene algo como el despreciado "asistente" de Microsoft, Clippy, ese pequeño clip que irrumpe en pantalla para ofrecer su ayuda. Incluso sus creadores reconocen que si uno está tratando de concentrarse y aparece el icono del clip al que nadie llamó, lo más probable es que obstaculice la productividad. "La interrupción de la concentración y la pérdida de tiempo seguro enfurecerían a cualquiera", consideró Picard.

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Por Bennett Davis
De NewScientist

miércoles, octubre 18, 2006

Una familia muy normal

El melodrama comenzó en 1975, cuando Loudon Wainwright III grabó su disco Unrequited e incluyó, dedicado a su hijo, el tema “Rufus Is a Tit Man”, acerca de los celos que le provocaba el niño lactante: “Hijo, parecés tan satisfecho/ te envidio/ Poné a Rufus en la izquierda/ y poneme a mí en la derecha/ Como Rómulo y Remo/ chuparemos toda la noche”.

Las tetas en cuestión le pertenecían a Kate McGarrigle, entonces esposa de Loudon. Formaban el matrimonio bohemio soñado; vivían en Nueva York; él, trovador con influencias de Dylan, vástago de una aristocrática familia de la Costa Este –su padre era editor de la revista Life; su madre, una célebre instructora de yoga–; ella, una de las mitades del dúo folk canadiense Kate & Anna McGarrigle, nativa de Quebec, descendiente de una familia irlandesa tradicional. Aparentemente, Kate vio tocar a Loudon durante los intensos años de la escena folk de fines de los ’60, y supo que ese hombre que analizaba sus neurosis en cada canción sería el padre de sus hijos. La tempestuosa unión duró hasta el nacimiento de Martha Wainwright, en 1977. Para entonces la pareja se detestaba, Loudon partió a Inglaterra con otra mujer, y Kate se mudó a Montreal, a casa de su hermana Anna, con sus hijos, futuras estrellas pop. Angustiada y sola, escribió para Loudon “Go, Leave”, una canción que incluyó en su primer disco con su hermana, editado en 1976: “Vamos, andate/ Ella es mejor que yo/ O por lo menos es más fuerte.../ Vamos, andate/ No vuelvas/ Ya no estoy disponible/ Pero no puedo decir que el corazón no me duela/ Se está rompiendo/ Recuerdo los días en que nos reíamos mucho/ Nos sentábamos y hablábamos/ Hasta que las palabras salían de nuestros oídos/ Pero hace mucho tiempo/ Y aquí vienen las lágrimas...”.

“Mi primera cuna fue el estuche de una guitarra”, recuerda Rufus Wainwright, el primogénito. “No habían comprado una cuna y me pusieron ahí. Así era todo. Como es lógico, la separación de mis padres fue muy intensa, sobre todo porque eran personas muy creativas y competitivas... Fue un duelo de titanes. Pero ambos amaban la música del otro y se respetaban artísticamente, así que, aun cuando mi padre se fue de casa, escuchábamos sus discos.”

La dinastía McGarrigle-Wainwright, además de componer una familia musical tan talentosa que parece demostrar que el genio se hereda, son un caso insólito de disección pública de sus complejas relaciones; aquella cancioncita folk sobre el bebé Rufus en 1975 fue apenas el puntapié inicial de una historia contada en canciones hasta límites humorísticos o dolorosos, alternativamente. Y a eso se suma la sinceridad extrema de los herederos Rufus y Martha, que en cada entrevista hablan sobre cuán complejo puede ser pertenecer a una familia de artistas, sobre todo cuando papá es el irónico y casi cruel Loudon –un personaje ultraviril, casi hemingwayano, con veintiún discos editados y una participación en la serie MASH como el “cirujano cantante”– y mamá es Kate, etérea pero exigente, sobreprotectora y obsesiva.

EL PRINCIPITO
A los 32 años, Rufus no sólo es el mimado de los críticos sino el favorito de sus colegas, que en el reciente documental de Channel 4 All I Want que acaba de editarse en DVD lo ponen por las nubes como a pocos compositores tan jóvenes, y eso con tan sólo cuatro discos. Allí, Sting dice, por ejemplo: “Rufus está fuera del tiempo. Podría haber aparecido en cualquier época de la música y aun así sería esta voz única, que tiene algo diferente para decir”. Y Elton John, un fan confeso, declara: “Creo que Rufus es el mejor compositor del planeta. No tiene competencia”.

Elton John además admira la actitud de Rufus, un artista abiertamente gay que jamás se ocultó, ni siquiera en su primer disco. “Supe que era gay alos 14 años”, cuenta hoy. “Estaba poseído por la necesidad de sexo. Pero, por otro lado, era una necesidad de algún tipo de figura masculina en mi vida en general, porque estaba viviendo con mi madre y mi hermana, y no encontraba a un hombre que me orientara en la vida.”

A papá Loudon estas declaraciones le caen espantoso, en parte porque aduce que Kate fue la culpable de su distanciamiento con los chicos, y en parte porque a un pedazo de macho heterosexual como él le molesta, a pesar de sus credenciales de progresismo y corrección política, un hijo tan fuera del closet y tan extravagante como Rufus. En 1992, cuando Rufus era un adolescente salvaje e ingobernable, le escribió “A Father and a Son”: “¿No podés ver que estoy triste?/ Quiero que seas como yo/ Los chicos crecen para convertirse en hombres/ Y después los hombres se vuelven a convertir en niños/ Estás empezando y yo estoy declinando/ ¿Y esta ciudad no es lo suficientemente grande para los dos?/ Cuando tenía tu edad, creía que odiaba a mi padre/ Y que el sentimiento era mutuo/ Nos peleábamos día y noche: yo siempre estaba equivocado, él siempre tenía razón/ Pero él tenía el poder y necesitaba ganar.../ Ahora se trata de vos y yo/ Y es un juego diferente, aunque no es nuevo.../ A lo mejor es poder y presión/ A lo mejor es odio, pero probablemente sea amor”.

A pesar de que fue Loudon el que llevó los demos de su talentoso hijo a las discográficas, y en definitiva el que le consiguió un contrato con el sello Dreamworks, la competencia entre ambos supo ser –y presumiblemente sigue siendo– feroz. Entre otras cosas, Loudon se niega a hablar sobre su hijo con la prensa. No lo hace nunca. Sólo cedió una vez, cuando aceptó posar junto a Rufus para Rolling Stone, una sesión de fotos que provocó la última y más espectacular pelea padre-hijo. Aparentemente tras las fotografías partieron a tomarse unos tragos, y Rufus irónicamente le dijo a papá: “Llegaste a Rolling Stone gracias a mí”. No se hablaron durante años. Mientras tanto, Rufus escribió, al piano, la trágica balada “Dinner at Eight” incluida en Want One: “No importa lo fuerte que seas/ Voy a derribarte con una pequeña piedra/ Te voy a quebrar/ para ver si realmente significás algo para mí/ La cena a las ocho estuvo bien hasta el brindis lleno de culpas/ Hasta que esas revistas viejas/ nos hicieron pelear otra vez/ La verdad es que fui yo el que empecé, una vez más/ Pero, ¿por qué siempre soy yo el que se tiene que ir?/ ¿Por qué siempre me echás/ cuando de hecho fuiste vos el que/ mucho tiempo atrás, mientras nevaba/ me dejaste?/ Dios eligió un lugar para nosotros/ en algún lugar cerca del fin del mundo/ cerca del fin de nuestras vidas/ Pero hasta entonces, papá, no te sorprendas/ si quiero ver lágrimas en tus ojos”.

Rufus se la mostró a su padre, y le dijo que si le molestaba, porque era muy impiadosa, no la editaría. Loudon le contestó: “Rufus, yo escribí canciones sobre mucha gente. Y lo que sea que digas, probablemente me lo merezco”. Misión cumplida: cuando la canción terminó de sonar en el living de Loudon Wainwright III, el gran hombre terminó llorando.

La reconciliación también fue pública. Rufus invitó a su padre a subir al escenario durante un show suyo junto a Elton John. Elton había proclamado a los cuatro vientos que, cuando era joven, estaba terriblemente enamorado de Loudon, al punto de tomarse helicópteros para ver sus shows. A instancias del hijo, un quejoso pero sonriente Loudon aceptó un beso en los labios de Elton, y la fotografía fue publicada en todas partes. Después, Rufus se internó en una clínica de rehabilitación por su adicción a la metadona cristalizada y otras sustancias, habló de papá en las sesiones, después lo visitó, y al llanto de rigor le siguió una participación de ambos en El aviador, la película de Martin Scorsese. Los dos interpretan a diferentes cantantes de la orquesta Cocoanut Grove, y Martha Wainwright también aparece, como corista.

Aunque Rufus nunca se peleó con su madre, ella no escapa a su incisiva pluma. Kate es su musa, pero también la madre siempre insatisfecha: “Nunca quise/ nunca tuve/ tu marca de belleza/ A mí me gusta Callas/ Vos preferís a Robeson cantando ‘Deep River’/ No soy tan masculino/ Pero sé que me amas/ Aunque nunca tuve tu marca”, le canta en “Beauty Mark”, de su disco debut. Kate confiesa que, cuando Rufus le contó que era gay, ella perdió el control –a pesar de ser una madre hippie permisiva– y, llorando, subió las escaleras del Sacre Coeur en París, como para llevar el drama a su pico máximo. Después se le pasó. Hizo falta que Rufus tomara todas las drogas posibles para que Kate reconociera que su hijo estaba en problemas. En “All I Want”, Rufus confiesa haberse inyectado en armarios, y recuerda los días de sexo anónimo en habitaciones cerradas recargadas de drogas. Y aun así, Kate, muy negadora, muy suelta de cuerpo, dice: “Creo que iba a muchas fiestas porque le gustaban. Y te metés en esas cosas difíciles de dejar. Pero él nunca faltó a un show. No lo hacía para autodestruirse. Nunca me preocupé en serio por él, porque tiene sentido común. Nunca se hizo mierda. No tiene mecanismos de fracaso”.

Mamá, claramente, es dura. Cierto que ser madre de Rufus debe ser complicado: hace un mes, en su show en el Central Park de Londres, abrió diciendo: “La última vez que estuve aquí tenía catorce años y me violaron. ¡Qué regreso!”.

Para Martha también es una carga porque, según ella misma dice, “siempre soy la segunda. La que menos llama la atención, la menos reventada, la menos famosa. Aunque no estoy segura de ser la menos talentosa”.

LA PRINCESA
Martha Wainwright acaba de editar su primer disco, que sólo lleva su nombre. Es una verdadera joya, que puede definirse como country-folk, pero de verdad desborda el género. En cualquier caso, y esto es muy sorprendente, no se parece en nada –ni en letras, ni en climas, ni en instrumentación– al barroco pop con influencias clásicas de su hermano. Los hermanos no pueden ser más diferentes, además. “Crecí con mi madre, mi hermano, mis tías y primos en Canadá; la casa estaba siempre llena de gente. Tenía que encontrar refugio en algún lado, porque Rufus se la pasaba golpeando el piano y cantando a todo pulmón. Era insoportable.” Pero es pura ironía, porque Martha adora a su hermano, para quien tocó la guitarra e hizo coros durante años, hasta que decidió lanzarse como solista a los 29 años. Con papá la relación es más compleja: “El es un hombre que se dedicó a escribir canciones sobre sus hijos en vez de criarlos”, dice. No le debe haber gustado nada que Loudon lanzara su nuevo disco, Here Come The Choppers!, el mismo día que ella editó su debut, hace cuatro meses. Claro que la venganza a la inefable competitividad de papá viene en forma de una canción llamada “Bloody Mother Fucking Asshole”: “No tenés idea de lo que es estar solo, en tu casa/ Con el maldito teléfono y tu madre deprimida/ En tu habitación/ Parada sobre tu cabeza, acariciándola/ No voy a fingir/ No voy a sonreír/ No voy a decir que todo está bien con vos”.

Si Rufus tiene un mundo propio, de decadencia y príncipes rebeldes y noches en la ópera, Martha es confesional en un sentido mucho más clásico y directo. Ambos son terriblemente honestos, de maneras muy distintas. Canciones como “TV Show” son conmovedoras, y de lo más sencillo y desgarrado que una mujer haya escrito jamás: “No soy tan buena amante/ Soy mucho mejor conversadora/ Así que cuando me tocás ahí/ tengo miedo de que veas/ no la forma en que no te amo/ sino la forma en que no me amo a mí misma/ Y hay cosas estos días/ que te ayudan/ Como la comida y la salud y el miedo/ Pero yo prefiero la cerveza”. La voz de Martha es misteriosa, dulce, pero nocturna; sugiere bares de madrugada, noches sin dormir. Ella es la chica más callada y astuta de la dinastía, la que, si hicieran una sitcom, sería Lisa Simpson. En su primer EP, lanzado en 1999, le escribió a Rufus el tema “Laurel & Hardy”: “Siempre fuiste el orgullo de la familia/ Y eras tan flaco/ Siempre quise que me entraran tus pantalones, en más de un sentido/ Siempre tan fotogénico/ Por lo menos tenés mala suerte en el amor”. Y es la única que se atrevió a grabar con su temible padre en 1995 el tema “Father/Daughter Dialogue”: “Querido papi, con tus canciones, ¿esperás corregir tus errores?/ Todas tus hijas y tu hijo tenemos los hechos y hemos concluido/ en que básicamente nunca estás presente/ Sentimentalmente/ le cantás a mi hermano sobre padre e hijo/ cuando todo lo que hacés es huir de él/ Creés que está bien/ cantar sobre lo que no hablás”.

Lo insólito es que esta letra no es de Martha: es de Loudon.

A diferencia de Rufus, Martha es muy tímida en vivo. “Si no estoy en un día extrovertido –dice–, no finjo. No me importa mostrarme vulnerable.” Sus influencias musicales también son diferentes: le gusta el punk rock –hay algo punk en sus canciones, no musicalmente, pero sí en la actitud– y está entusiasmada con bandas como The Killers o Franz Ferdinand, que probablemente su hermano nunca escuchó y mucho menos sus padres. Y si Rufus usa máscaras y una lírica compleja para expresar sentimientos, Martha es la frontalidad encarnada: “Creo que mi destino es desangrarme frente a la gente. Es importante desnudar tu alma, especialmente si la gente sobre la que cantás está en el show. Y eso me pasa mucho”. Sus canciones de desamor son mil veces más impactantes que las de su madre. En la hermosa y desgarrada “Ball & Chain”, canta: “Sí, las tetas de ella están menos caídas que las mías/ Y su cintura no tiene restos de azúcar/ Me dijeron que también sabe leer y escribir/ Y está logrando un diploma en cogerte/ La psicología sexual es más fácil que la filosofía/ Y mucho más que la química/ ¿Dónde está mi química?/ ¿Por qué siempre me pasa lo mismo?/ ¿Por qué?”.

A esta altura, el disco de Martha es uno de los mejores del año, quizá sólo comparable a Extraordinary Machine de Fiona Apple, y quizá bastante más interesante. Y Rufus, con su gira europea totalmente agotada y una reverencia generalizada, ya es mucho más famoso que su respetado padre. Pero, a pesar de los mimos de la crítica y los fans, no bajan los decibeles de la exposición. “Somos bocones por naturaleza –explica Martha–, a veces a pesar nuestro. Muchas veces pienso que sería más sano hablar, ¿no? Pero cuando nos vemos para las Fiestas, no decimos nada. Y después salen estas canciones terribles. No sé si hay un techo. Es una especie de destino.”

"La niña santa", entre los mejores films del año, segun The New York Times

Ya parece una sana costumbre que un artista argentino aparezca en las prestigiosas listas que arma el diario The New York Times para destacar a los mejores discos y películas del año. En 2004 fue el turno de Juana Molina y su disco "Tres cosas", y ahora el crítico cinematográfico. A. O. Scott incluyó a "La niña santa", de Lucrecia Martel, en su lista de los mejores films estrenados en el año que termina.

"Esta lista no es profecía ni resumen. Es imposible predecir cuál de los buenos films estrenados en 2005 todavía nos parecerá interesante dentro de 10 años o incluso dentro de diez semanas", dice Scott al comienzo de su nota, como para aclarar que la lista es pura subjetividad, armada según su gusto.

Claro que se sabe que los gustos publicados en un diario tan prestigioso adquieren una importancia que resuena en todo el mundo casi como palabra santa. Y allí aparece, en cuarto lugar, justo por encima de "Match Point" -la más reciente película de Woody Allen, considerada "el gran regreso" del realizador norteamericano-, "La niña santa", el segundo largometraje de Martel, protagonizado por Mercedes Morán, María Alche y Carlos Belloso.

"En «La niña santa», la directora argentina, de 39 años, Lucrecia Martel demuestra ser de los realizadores jóvenes más originales y profundos en actividad. Con una autoconfianza que empata con su osadía formal, ella convierte la historia del despertar sexual y religioso de una joven en un rompecabezas lírico con una fuerte carga psicológica. La interpretación de María Alche como la niña santa del título es hechizante e inolvidable, sensual y fuera de este mundo. Su personaje, Amalia, es una adolescente común y corriente que vive con su madre divorciada en un hotel de provincia, y sus choques con el mundo adulto son al mismo tiempo cómicos, espeluznantes y sublimes. El film es oblicuo, a veces hasta alcanzar la opacidad, pero en sus sorprendentes escenas finales revela una coherencia sorprendente y profunda", escribe Scott.

Con esas palabras justifica el crítico la inclusión de la película argentina en un listado que comienza con la película italiana "La meglio gioventú", del director Marco Tullio Giordana, que aquí se vio hace dos años en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín además de por la señal de cable Cinemax de HBO.

La lista continúa con los documentales "The Aristocrats", sobre el ejercicio de los comediantes stand up para encontrar el chiste más fuerte de sus carreras, y "Darwin´s Nightmare" ("La pesadilla de Darwin"), un film que muestra los efectos de la globalización en Africa. La cuarta mención es para "La niña santa" que aparece seguida de "Match Point", de Allen, que se estrenará aquí el 9 de febrero.

"Fue un shock de los más agradables descubrir en «Match Point» que uno de los más prolíficos (y recientemente decepcionantes) realizadores había vuelto a su mejor forma. Revisando algunos de los temas de sus primeros trabajos -el más obvio, «Crímenes y pecados»-, Allen les recuerda a sus sufridos admiradores lo talentoso que puede ser. (...) El director mezcla superficie con profundidad y presenta un entretenimiento tan brillante y divertido que casi se pierde de vista la cruel y fría oscuridad que es el corazón de la historia", se entusiasma el crítico que, después de las oscuridades de Woody, elige la transparencia de "Wallace y Gromit, la batalla de los vegetales", de Nick Park y Steve Box.

En el capítulo del cine independiente, The New York Times menciona al film de Gregg Araki "Misterious Skin"; a "The Squid and the Whale", la sensación del cine off Hollywood, y a "Funny Ha Ha".

El décimo puesto de Scott queda en manos de Steven Spielberg gracias a su más reciente film que se estrenará aquí el 26 de enero. "«Munich» es complicado hasta el punto de la confusión, pero también es éticamente serio de una manera que rara vez se encuentra en un film comercial de este tamaño. Trata fundamentalmente del desafío que plantea para las sociedades liberales la lucha contra el terrorismo, pero no es un tratado sobre el derrotismo o la venganza. Hacer lo correcto tiene sus costos y a veces son terribles. Una vez más, Spielberg despliega una pericia para la realización de películas que en este momento no tiene igual."

Natalia Trzenko
De la Redacción de LA NACION / Argentina 2005

Femenino/masculino

Cada tanto, casi siempre desde Estados Unidos, llegan noticias sobre lo masculino y lo femenino. Llegan en esos libros ya inmersos en un halo que hace más fácil su consumo: “Quince semanas como el libro más vendido según el The New York Times”, “Treinta ediciones agotadas”, etc. No es un halo de prestigio, precisamente. Estos libros que hablan de lo masculino y lo femenino no pretenden instalarse como piezas literarias, sino como centros de debate y fenómenos de ventas. El éxito que los acompaña lo que hace es traducirnos: este libro habla de algo que interesa a millones de personas. Los suplementos literarios no se ocupan de ellos. No es parte de su mecánica indagar cuál es el resorte que hace que millones de personas, sobre todo si son norteamericanas, se interesen en un libro. Desde la periferia, damos por sentado que los norteamericanos son personas extrañas que dominan el mundo pero que yacen en una pileta intelectual llena de musgo y sarro. Pero esos libros se venden acá también.
La avidez por averiguar qué es lo femenino y qué es lo masculino surge de un agujero negro de la época. Deberíamos saberlo, en tanto somos hombres y mujeres. Pero no lo sabemos. Dudamos. Tanteamos. Queremos chequear si lo que nos pasa se corresponde con nuestro género o si nos estamos bandeando. ¿Con quién hablar de algunas cosas que sentimos, con un psicólogo, con un sociólogo, con un filósofo? Queremos aliviarnos leyendo que eso mismo les pasa a muchos más. Lo femenino y lo masculino, más que nunca antes, se revela como una construcción delicada, artesanal e industrial al mismo tiempo. Industrial, porque nuestra arquitectura interna se somete diariamente a las mareas sociales, a las modas, los usos y costumbres, las tendencias. Artesanal, porque en cada individuo se libra una pequeña y a veces sangrienta batalla: lo que se supone que era ya no es, los hijos no se parecen a sus padres, las mujeres y los hombres no se satisfacen mutuamente con gestos y actitudes previsibles, presenciadas en la infancia y replicadas en la madurez; todo se reinventa, la gente se reinventa. A veces, con el sonido auspicioso del aleteo liberador. Otras, con la palpitación ahogada de la angustia.
Mujeres que corren con los lobos, de Clarissa Pinkola Estés, y Iron John, de Robert Bly, son dos ejemplos de esos libros que circularon ya hace más de una década, pero dejaron no sólo marca: fueron libros fundadores y dejaron como constancia de su vigor colecciones enteras de best sellers, talleres de autoayuda, grupos de autoconocimiento y vulgata para redactar notas de vida cotidiana en revistas poco pretenciosas.
Los dos fueron booms de ventas en todo el mundo. Y los dos proponían, como herramienta para comprender la inquietud contemporánea con respecto a lo femenino y lo masculino, mitos y leyendas de oriente y occidente. Bucay no sólo plagió unas cuantas páginas, también copió esa estructura, que a su vez los autores tomaron del universo fascinante de Karl Jung.
Lo curioso es que tanto Mujeres que corren con los lobos como Iron John se paran en el mismo lugar para analizar lo femenino y lo masculino. Comparten la baldosa y el tambor. Usan los arquetipos arcaicos para instar a los lectores y lectoras a buscar dentro de sí el hombre o la mujer “primitivos”, esa esencia que la cultura ha alterado, esa fuerza y pulsión de género que nuestras sociedades de consumo desfiguran, aunque es imposible no advertir el gag: ¿puede ser la propia sociedad de consumo la que nos proteja contra sus desviaciones? Esos libros son obviamente parte de ese mismo engranaje, el que primero nos confunde y el que más tarde nos invita a comprar un libro para encontrar en él la llave deltesoro íntimo.
Tanto Mujeres que corren con los lobos como Iron John –Robert Bly llegó a ser un personaje célebre en Estados Unidos, daba seminarios en los bosques, rodeado de varones vestidos con taparrabos que jugaban a ser Tarzán– insisten en descubrir la mujer o el hombre “salvaje” que todos llevamos adentro, aunque con correa, bozal y paseador.
Una mujer que corre con los lobos, aúlla. Se pone su traje de guerrera y ahí va, a bancársela, a aceptarse, a caminar graciosamente sobre la cuerda floja, a mostrar los dientes cuando le tocan a su cría o a su hombre, a tomar las caídas como parte del buen andar. Un hombre que emula a Juan de Hierro hace exactamente lo mismo: se planta en la resistencia de la masculinidad, se niega a ablandarse tanto como para no ser capaz de resumir su potencia en un gesto, una palabra, un acto que lo haga reivindicarse ante sí mismo. Es cierto que la misma época que genera estos libros aceita el tránsito de las mujeres guerreras y enjabona el camino de los Juanes de Hierro. Bly, en el prólogo del libro, dice que los jóvenes norteamericanos que iban a sus seminarios lo enternecían, porque eran adorables, suaves, protectores, pero no eran felices. Querían aullar ellos también. Y él, que no era ningún tonto, les armó festicholas en los bosques para que se disfrazaran de machos y se golpearan el pecho gritando cosas como “acá se hace lo que digo yo”. ¿No es patético? Los hijos de aquellos varones son los que dieron más tarde el origen a otros fenómenos masculinos, como los metrosexuales y ahora los tecnosexuales: todas esas nuevas categorías amplificadas por los medios para dar cuenta de nuevos fenómenos que tienen la misma brújula. El verdadero rollo de género hoy lo tienen los hombres, no las mujeres.
Si hay algún misterio, y lo hay, vinculado con esas esencias que nos hacen sentir, cuando las liberamos, que hombres y mujeres estamos respondiéndonos a nosotros mismos nuestras preguntas fundamentales, lo seguro es que ese enigma no nos será revelado en un libro de bolsillo. No hay ninguna receta cuyos ingredientes conviertan a un hombre en un hombre y a una mujer en una mujer. Y si la hubiere, es personal y producto de sopesar uno mismo cuánto de fortaleza y cuánto de fragilidad nos cabe, y cuánto nos desborda.

Sandra Russo

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El fin del fin

En la cultura televisiva -que todo lo toca y todo lo engulle-, el inmortal tiene nombre y apellido: Duncan MacLeod. Por cuestiones argumentales que nunca se revelaron y que aquí no vienen al caso, este personaje ficticio, de aventuras en los cinco continentes y romances de lo más floridos, se mantuvo siempre congelado en el tiempo, sin agregar a su fisonomía las canas o los surcos dérmicos que vienen asociados junto a la experiencia y los años. La serie se llamaba Highlander y continuaba en la pantalla chica –con otro actor y otro casting– la saga fílmica que tenía como cara visible al actor Cristopher Lambert, estrella fugaz que tuvo a bien venir a la Argentina a filmar la segunda entrega de estas películas sobre ciertos advenedizos individuos que merodeaban la superficie del planeta sin poder tener hijos, viendo cómo sus amistades desaparecían naturalmente con el tiempo y, un poco más clandestinamente, rebanando cabezas de otros inmortales en una competencia que en miles de años de partida terminaría con un único y solitario ganador.

Pero pese a las arcadas de risa que levantaban ciertos vuelcos argumentales o ríspidos aspectos colaterales de la serie televisiva (como las pelucas y bigotes falsos que, descolocados, revelaban restos de pegamento para adherirse sin mucho éxito a los rostros de los actores, o los rústicos efectos especiales tipo película clase B que recordaban más a fuegos de artificio navideños que a explosiones bélicas), las inclemencias de su protagonista mantuvieron por varias temporadas en vilo a los teleespectadores que de un grupo minúsculo y marginal pasaron a ser en un momento legión, formando clubes y alentando convenciones de fanáticos. Las razones de tal fanatismo se buscaron en los guiones de sus 119 episodios, en alguna característica oculta de los actores y actrices, en las locaciones parisinas donde transcurría buena parte de la trama o hasta en las rutinarias decapitaciones casi higiénicas (no sólo desprovistas de charcos de sangre a la vista sino también sin signo de cabezas rodando), pero no hubo respuestas. Ocurre que en realidad el quid de la cuestión no estaba adentro sino afuera: en la frondosa cosmogonía occidental (también presente en muchas narrativas orientales) que cuenta entre su repertorio de personajes inamovibles (el gigante, el golem, las hadas, los gnomos) a la figura del inmortal y a la rebeldía innata que lo mueve: la continua burla a la muerte y a los dictámenes dogmáticos impuestos por la naturaleza.

ALPHA Y OMEGA
Siglos más, siglos menos, el deseo de la vida eterna o de la juventud sin fecha de vencimiento ronda casi desde siempre en las cabezas de la especie humana. No es un invento moderno ni el último capricho de la moda condenado a ser olvidado casi a la misma velocidad a la que se escabulle en la memoria el nombre del ganador del último reality show exitoso. En cierta manera, el atractivo magnético de la inmortalidad (y todos los relatos despertados por ella) anida en la condición limitante de su reverso, la mortalidad. Y por una razón u otra, aquel personaje que se distingue del resto de sus pares por no dejarse someter y doblegar ante este dictamen universal de la naturaleza, termina siendo marginalizado o alzado a la categoría de monstruo: Drácula o los insípidos elfos de la tolkiana saga de El señor de los anillos así lo demuestran.

“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”, sentencia Jorge Luis Borges en “El Inmortal”, cuento con el que arranca El Aleph. Tal vez así, con esta vuelta de tuerca retórica y profunda se aminore el ansia intrínseca y hasta innata de la humanidad por superar las limitaciones biológicas asociadas al carácter material del cuerpo humano. Sin embargo, por fuera de las páginas mucho no sirve. Con la vorágine fantasiosa despertada por la inteligencia artificial y, sobre todo, la ingeniería genética, los sueños de perpetuación tomaron nuevos aires y reclaman a gritos que alguien los saque del limbo literario y los convierta en crudo dato de la realidad.

Inconvenientes sobran: el salto de la ficción a la realidad es más bien vertiginoso y la muerte –quizás el evento más democráticos de todos– a todos nos llega en algún momento. Sin embargo, una sospechosa tendencia amaga con emigrar del campo especulativo, del país en el que lo imposible es la excepción. Casi como nunca antes, el tema de la inmortalidad en sus diversas versiones y gradualidades (dilatación extensa de la expectativa de vida o lucha contra el envejecimiento) es arrojado a la mesa de debates científicos encendiendo discusiones, hipótesis y sospechas. Nada asegura que alguna vez se alcance tal estado de ser, pero de ahí a que nadie lo investigue o apueste cómo conseguirla hay mucha distancia.

ELIXIRES, ALIENTOS Y CUERNOS DE UNICORNIOS
Hasta la irrupción de la ciencia y de su método-guía para interpelar a la naturaleza en el siglo XVII, la inmortalidad actuó como motor propulsor de conquista: sobre territorios físicamente palpables y sobre la intimidad impuesta por el propio cuerpo. Los libros de historia no oficiales comentan que Alejandro Magno llegó a la India obsesionado por hallar el “agua de la inmortalidad” o que los españoles y portugueses se adentraron en América en el siglo XVI no sólo por el oro sino también anhelando dar con la “fuente de la eterna juventud”. En ambas situaciones –tal vez reales, tal vez ficticias– el ingrediente que hacía colapsar la mortalidad interna venía de afuera y curiosamente en forma líquida. Casi el mismo patrón seguido desde culturas primitivas en las que beber sangre ajena (de animales o de otros congéneres) equivalía no a un acto de irremediable repudio sino a una práctica alentada para absorber cierta carga de “energía vital” que en vez de enfermedades y dolores de estómago sumaban años de vida. El vampirismo y Bram Stoker habrán extraído de la clandestinidad visual estas ingestas, pero nadie le quita a la condesa rumana Isabel Bathory su título de mejor degustadora de sangre: se cuenta que para vivir eternamente acostumbraba bañarse en la sangre de los campesinos que contrataba como sirvientes.

En las zonas donde el agua relucía por su abundancia, en cambio, la llave de la inmortalidad tomó formas gaseosas y sólidas aconsejadas por los siempre maleables alquimistas: aspirando el aliento de jovencitas o masticando mandrágora o cuerno de unicornio, siempre y cuando, alguien los consiguiera.

HIELOS ETERNOS
Anestesiado por los siglos, el empuje ilusorio de la inmortalidad quedó relegado detrás del ansia de progreso indefinido bien del siglo XIX y de las promesas tecnológicas que viajaban con el ferrocarril y se sacudían fervientemente gracias a la luminiscencia de la electricidad. Sin embargo, no se extinguió: quedó allí, como una tarea pendiente, pospuesta y empujada hacia algún momento futuro en el andar rectilíneo de la historia en donde, gracias a la diosa ciencia, no habría aspiración que no se transformara en realidad.

Hasta que empezó a tomar color, forma y más que nada calor lo que con los años se conoció como el “efecto Walt Disney”: la criogenia o criónica –el intento de ponerse literalmente en pausa, a través de la congelación, hasta que se encuentren soluciones a cualquier enfermedad– alentada por un tal Robert Ettinger, autor en 1962 de La prospección de la Inmortalidad, y habitué de programas vespertinos de la televisión estadounidense. Nadie sabe si sin el rumor –que roza la leyenda urbana a escala internacional– de la puesta en hibernación del creador del ratón Mickey y del emporio más exitoso a la hora de volver a niños y niñas adictas a animales parlanchines y a entretenimientos de dudosa calidad intelectual, la criogenia hubiera conseguido convertirse en una miniindustria como lo es hoy, con cientos de clientes congelados (algunos con sus propias mascotas) –y cuyos familiares ruegan por la no proliferación de disruptivos cortes de luz– en las instalaciones de una empresa llamada Alcor life.

Había nacido el “movimiento inmortalista” en la clandestinidad científica, a la sombra de la seriedad que teñía los primeros avances certeros en la biología molecular y en el entendimiento profundo y por primera vez sistemático de los ladrillos de la vida.

LA RECONFIGURACION DE LO VIVO
Mientras tanto y sin que saliera en la tapa de los diarios, la muerte –feminizada en figura para equipararla y contrastarla con la “madre naturaleza”– mutó en sí misma: de discurrir y exhibirse en ceremonias públicas sin el freno de la vergüenza (como los famosos cortejos fúnebres de actores y actrices políticos como Lenin, Stalin, Evita, Perón, por ejemplo, cuyos cuerpos recorrieron calles y esquinas exhibiendo su inimaginable faceta mortal), la muerte como evento se recluyó en la privacidad en las casas de velorio, como algo a ser ocultado.

Aun así, la sorpresa no viene del lado de los rituales que circulan alrededor de la muerte sino al intento obsesivo por transformarla de imperativo en accidente. Tildados de muestras exageradas de la arrogancia humana, los esfuerzos por redefinirla comienzan a abundar en los exagerados y banales discursos del quehacer científico. Las empresas que tratan de conseguirlo –a través de la ingeniería genética, la informática, la biotecnología y la nutrición estricta– se condensan al menos en nombre en lo que viene a llamarse “tecnologías de la inmortalidad”, un título bastante sugestivo, que proponen ir más allá de los retoques cosméticos del lifting y los aditivos corporales de la reposición de órganos a partir de prótesis y cultivos de miembros dañados, para moldear la morfología de la especie humana desde su mismo interior.

Ocurre que con la avalancha de descubrimientos en la materia que precedieron y aumentaron después del Proyecto Genoma Humano, los “ingenieros de la vida” tomaron prestadas metáforas de la informática y se proponen formatear el material genético que hace que un individuo sea tal cual es (alto, bajo, rubio, morocho, narigón, dientudo, pero sobre todo mortal) y lograr que dure y dure. ¿Cómo? Controlando algún día los casi 35 mil genes con los que cuenta un individuo y cambiarlos o introduciendo nuevos para dar lo que la naturaleza quita.

Pretensiones como estas son conocidas también como la “reconfiguración de lo vivo” (que se expone claramente en la lucha contra el envejecimiento, por ejemplo, a través de sutiles cambios en dos genes practicados en un gusanito conocido como C. elegans) que se sostiene en una voluntad más profunda, una voluntad de dominación: la de conducir la evolución y redirigirla hacia zonas insospechadas, ayudada en un futuro cercano por nanorrobots que a través de venas y arterias se encargarán –afirman los futurólogos siempre entusiastas– de destruir enfermedades y reconstruir tejidos y órganos.

DOWNLOAD DE PERSONALIDAD
En estos asuntos no faltan aquellos personajes que irrumpen intempestivamente y reparten a diestra y siniestra augurios cargados de naftalina mecanicista. Uno de ellos es Hans Moravec, director del laboratorio de robótica de Carnegie Mellon, y obsesionado por los robots desde chico, quien propone –sin reírse ni hacerse el gracioso– lograr la inmortalidad simplemente descargando la conciencia o la personalidad de uno en una computadora. Evidentemente, su análisis parte de la idea de considerar lo orgánico (el cuerpo) como hardware y lo psíquico como software. La copia de la mente se bajaría a una computadora de algo así como 10.000 gigaflops (1 gigaflop = 10.000 millones de operaciones por segundo) a partir de la cual, conectadas con otras computadoras, podría discurrir en un ciberespacio sin fronteras ni límites.

Así y todo, si Moravec alguna vez vuelve realidad su fantasía científica (si consigue voluntarios primero), lo que se plantea con el solo hecho de pensar en la inmortalidad es un análisis más incipiente de en qué consiste el ser humano, si una de las propiedades que lo caracterizan (y que lo hermanan al resto de los seres vivientes del planeta) se evapora de una vez y para siempre.

Algo por el estilo fue lo que el escritor portugués José Saramago volcó en las páginas de su última novela, Las intermitencias de la muerte, en la que se pregunta qué ocurriría si de repente, de un día para el otro –el 1 de enero–, la gente de un país sin nombre deja de morir: las funerarias quiebran, los geriátricos se abarrotan de gente, la iglesia entra en crisis (“sin muerte no hay resurrección y sin resurrección no hay iglesia”). Un relato que excede la anécdota y le da espacio a un tema reservado por ahora a las fantasías desopilantes pero que tratado con justa seriedad revelaría tal vez cómo la especie humana se vería si lo que considera inalterable y dado alguna vez se sacude.

Federico Kukso / Diario Pagina12 / Argentina / 2005

La venganza de la perdedora

María Magdalena: escuela del llanto
Para llorar de verdad, hay que llorar como una Magdalena. A lágrima viva y a los gritos, porque no hay dolor más sincero que el de cargar con una antigua y pública equivocación. Y equivocarse con la carne, se paga con el arte del panegírico. Artistas como Caravaggio han plasmado a una María Magdalena lujosa y libertina, pasando por alto que había asumido la humildad y la oración como renuncia a todo lo mundano. Otros, que la recuerdan al pie de la cruz, la inmortalizaron como bella sufriente. La liturgia católica concentró el poderoso estigma del pecado en una sola mujer. La pobre Magdalena, una vez convertida en emblema de perdición, ya nunca pudo ser feliz, hasta tal punto que, como todos han visto en películas y estampas, supo sufrir por la muerte de Cristo más que cualquier apóstol. Aunque se haya arrepentido, aunque haya recibido nada menos que el perdón del hijo de Dios, aunque haya sido la elegida para dar testimonio del resucitado, Magdalena, por los siglos de los siglos, pasa de boca en boca como una ex prostituta que llora.

Tal vez se enamoró de Cristo, no se le conoce marido. Hay un femenino error que en esta Tierra no tiene redención, dijo a través de ella la Iglesia. ¿Cuál es ese error, enamorarse del mejor o haber vendido el cuerpo? Ambas hipótesis quedan suspendidas en la imaginación de los fieles que desde niños van recibiendo a dentelladas alusiones a esta mujer que fue noble pero tarde. Y a pesar de que sus apariciones en el Nuevo Testamento son mínimas, y de que no hay razones para identificar a esta amiga de Jesús con la pecadora homónima que aparece en otro episodio bíblico, ella sigue siendo la prostituta más famosa de la historia. O como dice la investigadora Lynn Picknett, autora de La revelación de los templarios, inspirador del Código Da Vinci: María Magdalena es una “marca registrada”: una figura que, como veremos, más que adoptada fue astutamente inventada por sucesivas generaciones de falsificadores, tanto que su solo nombre terminó por convertirse en sinónimo de una profunda emoción: la vergüenza.

María Magdalena: ama de casa
Ahora puede ella dejar de revolverse en su tumba, ya sea en la de Francia o en la de Turquía, para no quitar turismo a estos dos centros que desde la Edad Media se la disputan y que durante estos últimos años han vivido gracias a sus reliquias. Leyenda o verdad histórica, poco importa. Cada vez tiene más valor de venta la conjetura. Comenzado el siglo XXI, Magdalena deja de llorar gracias a sus amigos editores, investigadores y novelistas. Y se invierten los papeles, ahora es ella la que hace ganar dinero a quienes la visitan. A partir de Dan Brown, Magdalena se ha secado las lágrimas para sentarse a la derecha de su marido en la última cena, cuidar su descendencia, comandar la Iglesia, ayudar a su esposo a escapar con vida de la cruz, redactar un Evangelio, hacer la comida. En lo que va del año, han aparecido en español unos 20 libros de ficción, de investigaciones esotéricas, de respuesta al Código Da Vinci y de continuación del mismo. En todos, María Magdalena deja de ser lo que era. Los títulos que sin pausa ven agotar sus ediciones y que se exponen en su mayoría en las góndolas de supermercados locales dan un panorama: El complot de María Magdalena, El Santo Grial de María Magdalena, La elegida, El Evangelio de María Magdalena, La hermandad de la sábana santa, El legado perdido de María Magdalena: nuevas revelaciones sobre la esposa de Cristo.

Por su parte, la bibliografía en inglés supera el centenar. Si bien las historias que adjudican a Jesús un matrimonio, o una última tentación como quiso Scorsese datan de muchos siglos atrás, es ahora cuando todo coincide para alentar el consumo de estas versiones. El interés por revisar y discutir las historias sacras sucede en un mundo que no se resigna a la pérdida de sus emblemas. Sin izquierdas ni derechas definidas en los Parlamentos occidentales, sin una fe que ampare a los enfermos de las nuevas enfermedades, los flamantes individuos –productores, intermediarios, consumidores– buscan a manotazos en el arcón de los recuerdos. La atomización deja en evidencia aquel desarraigo que antes era capaz de calmar la religión. Ahora también puede calmarlo. Pero como corresponde a la era del delivery y del marketing, tendrá que ser una religión hecha a medida. Una mirada decididamente new age y con un barniz de malentendido feminismo –recordemos que Dan Brown afirma que “Jesús fue el primer feminista” porque incluyó a Magdalena en sus planes–, esta reescritura de la historia sagrada no es más que el afán de congraciarse con la sensibilidad secular moderna. En el camino los autores se cargan también a la investigación histórica, la constatación de hipótesis, las bibliotecas. Tal vez tenga razón el historiador y sociólogo americano Philip Jenkins: el éxito de este producto es sólo una prueba más de que el anticatolicismo es el “último prejuicio aceptable”. El prejuicio de la seriedad y del compromiso del trabajo intelectual también avala esta literatura. El Código Da Vinci, por ejemplo, basa su verosimilitud en información provista por documentos, como los dossiers secretos, entre otros, que son falsificaciones probadas.

Es palabra de Dios
Según los Evangelios, la mujer en cuestión se llamaba María –el apelativo “Magdalena” significa “de Magdala”, ciudad que ha sido identificada con la actual Taricheai, al norte de Tiberíades, junto al lago de Galilea–. Aunque aparece nombrada unas contadas veces, se le ha reservado un rol particularmente protagónico: es la segunda persona que los Evangelios destacan arrodillada a los pies de la cruz –recordamos que los apóstoles habían huido por miedo a sufrir la misma suerte de su maestro–, es la que enfrenta a los guardias y va a verlo a su tumba. En este punto es la elegida –como otras mujeres que actúan en la Pasión– por las circunstancias genéricas que permitían a un ser insignificante hacer escándalos, llorar, implorar o hasta acercar un santo sudario. En fin, fue la persona elegida para dar testimonio del hecho capital de la religión cristiana: la capacidad de Cristo de morir y de resucitar. La confusión que le adjudicó durante tantos años la profesión de prostituta se basa en que en el Nuevo Testamento el nombre de María aparece mencionado para referirse a tres mujeres diferentes: a la amiga de Jesús se le superpuso la pecadora de quien Cristo extrajo siete demonios, la mujer de larga cabellera que lavó los pies del Maestro, y María, la hermana de Marta y Lázaro, que no es de Magdala sino de Betania y que siempre está sentada a sus pies, leyendo o escuchando sus parábolas.

Es significativo pero la alusión a la ocupación de prostituta no se encuentra en la lectura de los Evangelios, parece haber sido un agregado posterior. Luego de graves discusiones, en las últimas décadas la Iglesia Católica se ha inclinado claramente por la distinción entre las tres mujeres y en la liturgia ya no se hace referencia –a partir del Concilio– a los pecados de María Magdalena o a su condición de “Santa penitente”, ni a la posibilidad de que fuera la hermana de Lázaro. Esto no impide que su estampita proteja los prostíbulos y que aquel acto de lavar los pies con sus propios cabellos y aguas olorosas, retomado por tantos pintores del Renacimiento, la mantenga como una de las santas favoritas de peluqueros y perfumistas. En fin, el no haber sido ni pecadora “adúltera” ni “prostituta” le ha dado en estos últimos días pasaporte para una reivindicación. Y entonces ella no es sólo ella sino la respuesta a una Iglesia que no dio cabida a las mujeres en el escalafón del poder, a la Iglesia que regatea métodos de planificación familiar, a la imaginación reprimida que quisiera ver a los perdedores coronados de laureles.

María Magdalena: piedra de la venganza
Lynn Picknett dedica su último libro Magdalena, la diosa prohibida del cristianismo a todos aquellos que sufrieron a causa de la Iglesia. Desarrolla la hipótesis de que María Magdalena fue la piedra angular sobre la que se construyó la religión cristiana y para eso –dice– descifra la gematría, un código que convierte ciertas frases en números sagrados. Pero mucho más interesante resulta el primer capítulo dedicado a las que estuvieron sufriendo por la Iglesia hasta hace muy pocos días: las célebres Lavanderas Magdalenas de Irlanda. Un escándalo que se destapó en 1994 cuando fueron desenterrados los cuerpos de mujeres que muy avanzado el siglo XX fueron obligadas a trabajar como esclavas por ser consideradas “Magdas”, perdidas. El escándalo fue –y sigue siendo– mayúsculo, a tal punto que la Unesco ha destacado la lesa humanidad de estos crímenes.

En el Stephen’s Green de Dublín hay una placa de metal que dice: “A las mujeres que trabajaron en las lavanderías de Magdalenas y a sus hijos. Reflexionad aquí sobre su vida”. La placa se completa con una multitud de cabezas sin rostros. Es el recordatorio para aquellas 175 mujeres que descansan en una fosa común de las orillas del cementerio de Glasnevin, en Irlanda. El primer nombre de la lápida gris data de 1858, y el último de 1994. La historia podría haberse mantenido en secreto de no haber sido porque en los años ’90 las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad, administradoras de la lavandería de Magdalenas de ese convento, vendieron el camposanto, de 5 hectáreas de extensión, en casi un millón de libras esterlinas. Quisieron entregarlo con una buena cantidad de plazas y decidieron limpiarlo de cadáveres inconvenientes. Este acto de suprema codicia dejó al descubierto dos siglos de torturas. La exhumación de los cuerpos originó toda una investigación –la década del ’90 hizo frente a las incómodas realidades tal vez con la premisa de iniciar un nuevo milenio con las manos limpias–. Cuenta la autora que desde el siglo XIX se acostumbraba recluir a las Maggies por considerárselas “deshonradas” (embarazadas, o por relaciones sexuales fuera del matrimonio), o simplemente “en riesgo moral” –lo que podría significar tan sólo hacer planes matrimoniales con un protestante o ir mucho al cine con un chico–, o víctimas de cualquier otro motivo, real o imaginario, denunciado por el cura local cuya palabra funcionaba como ultima ratio. Sin que importaran súplicas personales o de los familiares, una mujer a la que se juzgaba “perdida” o inclusive pasible de caer en desgracia, terminaba invariablemente como Maggie. Las jóvenes fueron explotadas, torturadas y despojadas de sus hijos, que fueron entregados en adopción, vendidos a matrimonios de estadounidenses ricos a cambio de alguna suma de dinero, trasladados a un orfanato vecino, cuyo acceso estaba prohibido a las madres. “Aquí no estamos de vacaciones”, dice una superiora en Sinners –el programa que hizo la BBC basado en el caso de las magdalenas irlandesas de los años ’60–. La búsqueda de restos de los familiares demostró que las monjas les cambiaban el nombre, técnica habitual del esclavismo, primera de una serie de rudas tácticas destinadas a vencerlas mental y espiritualmente para que aceptaran que eran parias sin derechos. Algunas sobrevivientes recordaron que las monjas recorrían el sitio recitando oraciones a las que las Magdalenas debían responder a la manera tradicional de la misa. Si no lo hacían o desobedecían cualquier otra de las múltiples reglas del lugar, recibían un castigo severo, golpes con palos o cinturones, tortura en varias formas, incluida la aplicación de hierros calentados al vapor o al fuego, hambre e interminables humillaciones. Si el último hospicio británico cerró tras la aparición del Estado Benefactor en la posguerra, las lavanderías de las Magdalenas funcionaron hasta hace muy pocos años. Toda la investigación sobre aquella mujer que dio nombre a las lavanderas pretende, por elevación, denunciar y vengar un estigma que persiste.

María Magdalena: la gran estafa
Entre las ficciones más vendidas figura El complot de María Magdalena de Gerald Messadié, ensayista francés experto en ensamblar asuntos religiosos y políticos con fantasía. Es autor, para darse una idea, de La señora de Sócrates y de El hombre que se convirtió en Dios. En esta novela María Magdalena no es una simple esposa sino la instigadora de un complot para salvar a Jesús de la muerte. Soborna a los soldados, consigue sacar a su esposo de la cruz unos segundos antes de la asfixia y luego, cuando la vemos gritar ante el santo sepulcro que el cuerpo ha desaparecido aun sin que nadie corriera la pesada piedra que lo guardaba, en realidad se encuentra representando parte del plan urdido de antemano. El plan es perfecto: un hombre santo reaparece de pronto con el aura de haber vencido a la muerte. Messadié encubre esta ficción con una descripción erudita de los enfrentamientos entre sacerdotes, zelotes, profetas y apóstoles. Mientras tanto, la literatura local ha hecho su aporte al mundo magdalena al destacar como segunda finalista del Premio Planeta la novela de Omar Ramos: La elegida. Historia de la hija de Jesús y María Magdalena. La trama se postula como secuela del Código que ya anunciaba la existencia de Sara, la hija del santo matrimonio: “María Magdalena estaba encinta en el momento de la crucifixión. Para garantizar la seguridad de la hija, no tuvo otro remedio que huir de Tierra Santa... Y fue aquí, en Francia, donde dio a luz a su hija, que se llamó Sara”. Más adelante, el libro sostiene que esta unión dio origen a una descendencia que aún se conserva entre prominentes familias, que la Iglesia Católica lo sabe y que lo ha ocultado durante siglos hasta llegar a asesinar a algunos descendientes de Cristo para proteger el secreto. En la historia que propone el autor argentino, un joven bibliotecario se encuentra en los sótanos de una biblioteca florentina con el Evangelio que cuenta la vida de Sara, hija de Jesús y María Magdalena. El relato que tiene un pie en el 2005 deambula por los hitos clave de la Pasión, intentando dar una lectura particular a efectos de contribuir al misterio de esta hija perdida. Tan poderosa que su voz puede influir sobre el corazón del joven investigador.

Amén
¿Cambiará la historia de la humanidad cuando todos estos libros nos convenzan de que hubo un mundo subterráneo a imagen y semejanza del masculino, pero hecho por mujeres silenciadas? Ya no como tragedia, la relectura de los textos antiguos no provocará un Cisma. Como farsa, el consumidor quedará satisfecho. La invocación de su nombre siempre parece haber respondido a una intención desviada: para mostrar un dios humano, para señalar la debilidad femenina, para denunciar opresiones, para ganar dinero, para matar el tiempo.

Atractiva y poderosa, María Magdalena también resistirá a estas tentaciones. Como decía Marguerite Yourcenar, una poeta-historiadora que se fijó en Magdalena y sus amores terrenos antes que Dan Brown: “Y María se fue por el sendero que no lleva a ninguna parte como mujer a quien no le importa que se acaben los caminos ya que conoce el modo de andar por el cielo”.

Liliana Viola

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Las patas de la superstición

Leer esta nota y repetir tres veces en voz alta su última frase alejará la mala suerte durante 24 horas. Sí, es una nueva superstición que, fugaz, se diluirá apenas usted dé vuelta la página. Sin embargo, existen creencias de toda índole que resistieron el paso del tiempo y siguen vigentes aún en pleno siglo XXI: romper un espejo (siete años de desgracias), pasar por debajo de una escalera (mala suerte), cruzarse a un gato negro o derramar la sal (mala suerte o pelea), cruzar los dedos o tocar madera (para atraer la buena fortuna). Estas, entre muchas otras, son algunas de las más conocidas, y prueban la eficacia de la difusión "de boca en boca".

¿De dónde vienen estas creencias? ¿Cómo se originaron y qué historias hay detrás de cada una de ellas?

"Las supersticiones tienen que ver con las creencias populares, las leyendas, y con todo tipo de cuestiones que aparecen cuando se buscan certezas en el mundo de lo mágico e irracional. Existen desde que el hombre es hombre", explica Mónica Lacarrieu, antropóloga urbana y de la cultura para el Conicet y la UBA.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra superstición viene del latín superstitio, y alude a una "creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón". También se define como una "fe desmedida o valoración excesiva respecto de algo".

Desde la Antigüedad, los egipcios, así como los romanos y los griegos, mezclaban las supersticiones con la magia y la adivinación. Tanto es así que muchas de las creencias que aún están arraigadas en nuestra época provienen de aquellas culturas.

Una de las más conocidas es la supuesta mala suerte -o la pelea- que sobrevendrá si se derrama sal. El consejo para neutralizarla es tomar una pizca y arrojarla por encima del hombro izquierdo, "directamente a la cara del diablo". Así, el demonio queda temporalmente cegado y el espíritu puede volver a aquellos territorios donde prevalece la buena suerte.

La sal poseía también un poder simbólico: procedía de la madre tierra y del mar, y derramarla era un sacrilegio. En la Antigüedad se usaba como moneda de cambio y servía para conservar y condimentar los alimentos. Quizás estas supersticiones buscaban también "atemorizar" a aquellos que manipulaban el preciado y blanco mineral.

"Cada vez que derramo sal, yo tiro una pizca para los dos lados. Es algo que en casa se sabe y se practica. Por las dudas", dice Claudia Alvarez, un ama de casa de 35 años, tres hijos.

Otro hecho muy temido, y que suscita una creencia muy extendida, es la rotura de un espejo, que supone siete años de desgracias (¡siete!). Entre las explicaciones más antiguas, está la que dice que en la antigua Grecia se practicaba la craptomancia, el arte de la adivinación por medio de un espejo, y que si éste se rompía significaba la muerte. Pero también tiene una justificación vinculada con el aspecto económico. Como los primeros espejos fabricados en Venecia, Italia, tenían un baño de plata, eran una mercancía muy cara. Para cuidarlos, las damas adineradas les decían a sus criadas que si rompía un espejo les caerían encima siete años de mala suerte. Terror de por medio, el mito, como muchos otros, pasó de generación en generación.

"Hay estructuras psicológicas más rígidas » que tienen que ver con la neurosis. Una cosa es contarlo como un chiste, y otra pensar rompí un espejo, me va a ir mal, me va a ir mal, hasta que termina yéndome mal. Esto tiene que mucho que ver con la inseguridad: hay personas que lo viven con angustia. Cuando este tipo de cosas empiezan a molestar, la consulta es la mejor prevención", explica Gabriela Renault, decana de la Facultad de Psicología de la Universidad del Salvador.

Otra de las supersticiones más populares es la que indica que pasar por debajo de una escalera es sinónimo de mala suerte. El origen está relacionado con la figura triangular que se forma cuando se la apoya contra la pared, que se ha identificado con la Santísima Trinidad. Irrumpir en medio de ese trío sagrado sería de mal augurio.

Otra creencia popular, de la Europa del siglo XVII, la asociaba a la mala suerte porque los criminales condenados a la horca eran obligados a pasar por debajo de una escalera antes de ser ajusticiados por sus verdugos.

"Yo no creo en esas estupideces, pero respeto las creencias ajenas. En la despedida de soltero de mi mejor amigo, que es muy supersticioso, lo dejamos desnudo y atado debajo de una escalera. ¡Se quería morir!", comenta Sebastián Zurita, de 30 años, analista de sistemas. Y aclara que menos por estar desnudo que por el lugar donde lo dejaron.

Esenciales

Para Goethe, la superstición formaba parte de la naturaleza y la esencia del hombre. De hecho, muchos personajes de la historia fueron tildados de supersticiosos. Por ejemplo, Napoleón les temía a los gatos negros.

Se tejen infinidad de versiones sobre el origen de esta superstición. Adorado hasta el punto de ser considerado una divinidad en el tiempo de los egipcios, la mala suerte para los gatos llegó con la Iglesia del siglo XIII, que los consideró símbolo del diablo y cuerpo metafórico de las brujas, por lo que eran quemados. De allí que comenzaran a ser considerados de muy mal augurio si se cruzaban en el camino de un cristiano.

También existen íconos de la cultura contemporánea apegados a ciertas supersticiones. Borges, es sabido, creía en las propiedades benéficas del número tres y sus múltiplos. Cuando viajaba en avión, temeroso en el momento del despegue o del aterrizaje, para conjurar la mala suerte daba tres golpes con los nudillos en el brazo del asiento.

"En las cábalas se les otorga a objetos o rituales cierto poder de acompañamiento positivo. Es parte del folklore. Pensamos: porque llevo o realicé mi cábala me va a ir mejor; entonces, me quedo tranquilo. Lo ideal sería estar libre de todas estas cosas, pero ¿quién no necesita un objeto o una situación de rito o creencia? ", dice Renault.

En el terreno de las cábalas, a cada cual la suya. "Uso una bombacha roja cuando voy a rendir un examen difícil. Me lo aconsejó una amiga. Sé que es una pavada, pero al menos no me pongo tan nerviosa como cuando no la usaba", cuenta en voz baja Lorena Ramírez, de 22 años, estudiante de tercer año de abogacía. En su muñeca, disimulada detrás de la malla del reloj, luce una cinta roja. "Es para la envidia", aclara.

El diseñador Christian Dior no tomaba un lápiz sin consultar las cartas... ni tocar madera. Supersticioso hasta la médula, no salía de casa sin sus cuatro amuletos: "Llevo colgados dos corazones y una estrella, y siempre guardo un trozo de madera en uno de mis bolsillos, por las dudas". Como bien lo sabía Dior, la costumbre dice que el clásico "toco madera" es signo de buena suerte, ya que ésta atrapa la maldad y la hace caer a tierra.

Muchos siglos antes del cristianismo, los pueblos célticos de Europa rendían culto a los árboles, por considerarlos templos de la santidad y principal manifestación de los dioses en la Tierra. Además, se dice que las supersticiones con respecto a la madera nacen, también, del hecho de que fue el material con el que se hizo la cruz de Jesús.

Otra de las creencias más arraigadas alrededor del mundo es la que rodea al siempre evitado número 13. La elección del número no es caprichosa, y su origen tiene varias explicaciones en la historia. La más conocida de ellas se remonta a la época de Cristo y la Ultima Cena, en la que había, precisamente, trece comensales.

En nuestro país es muy temido el martes 13. Esto se relaciona con la mitología griega, en la que el dios de la guerra era Marte. Además, es el día regido por el planeta rojo, que significa la destrucción. A partir de estas historias se creó el famoso dicho: Martes 13, no te cases ni te embarques. Es más, casi se ha llegado a demonizar este número: hay muchos hoteles internacionales que omiten el piso decimotercero y saltan directamente, desatendiendo toda matemática, del 12 al 14.

Tocarse un testículo -o un pecho en las mujeres- para alejar la mala suerte, quizá sea una costumbre que deriva de una de las supuestas formas de curar el "mal de ojo". En la Antigüedad, para prevenir el mal se acostumbraba llevar consigo figuras que simbolizaran los órganos genitales porque, si el mal de ojo destruía, se suponía que la sexualidad era la fuerza protectora, por ser dadora de la vida. En la actualidad se cree que tocándose esas partes del cuerpo la mala suerte, la "yeta", la "mala onda", se aleja.

Mufas y otras yerbas

A Carlos Di Sarli se lo llamó El señor del tango. Sin embargo, en el ambiente tanguero se lo conoce como El innombrable, ya que cargaba una tan difundida como incomprensible fama de "yeta".

"Cuando ponen Di Sarli, algunos viejos milongueros se tocan el testículo izquierdo; las minas se tocan una teta y no bailan, pero son los menos. Yo bailo igual; es un rumor que no tiene sentido; tal vez se corrió la bolilla por la envidia que le tenían, porque Di Sarli tenía una orquesta que fue incomparable", dice, whisky en mano, Eduardo Aiello, de 54 años, en una milonga céntrica.

En cambio, al maestro Osvaldo Pugliese se lo considera de buena suerte. Se lo llama San Pugliese y hasta circula su estampita con una oración "antimufa".

En el mundo del espectáculo, desear suerte a viva voz, paradójicamente, trae mala suerte. En su lugar, aconsejan recurrir al más elegante y conocido merde!, que también tiene su explicación histórica.

La costumbre se remonta a épocas en las que el caballo era el medio de locomoción por excelencia. En aquellos días, ver acumulado el excremento en la puerta de un teatro era sinónimo de que la sala estaba colmada, justamente, con los propietarios de esos animales.

Hoy, hasta se agradece efusivamente la costumbre, y no se considera a nadie un maleducado si, al desear buena suerte, lo que se escucha es la exclamación: "¡Mucha merde!".

Creer o reventar.

Gustavo Barco

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¿Quién es Andahazi?

Cuando lo vio por primera vez, el hombre estaba parado en la esquina de Corrientes y Montevideo, y Federico Andahazi sintió un estilete en el estómago y una premonición rara.

-Me parecía cara conocida; entonces, le pregunté a mi novia: "¿Quién es ese tipo?". Y mi novia me dijo: "Es tu viejo, Federico, es tu papá, el que aparece en la foto del librito".

Así, un día cualquiera de 1981, 18 años después de haber nacido, Federico Andahazi se encontró por primera vez con Bela Andahazi, el húngaro que era su padre y del que sabía pocas cosas: que era psicoanalista y que había escrito un libro de poemas, en cuya solapa había una foto: la única que Federico Andahazi conocía.

-Me acerqué y le dije: "Disculpe, ¿usted es Bela?". Y me dice: "Sí". "Ah. Yo soy Federico." Me dice: "Perdón, ¿qué Federico?". "Su... su hijo." Me abrazó y, acto seguido, me dio su tarjeta. El primer encuentro con mi viejo fue en su consultorio de psicoanalista. Y ahí supe que tenía dos medios hermanos, Pablo y Laura. aunque yo... ya sabía...

El recuerdo se atraganta como un tropezón.

-Perdón. Voy a buscar agua.

La ciudad de los herejes, el libro que Andahazi acaba de publicar en Planeta, salió al mercado cuando Bela Andahazi, el hombre que era su padre, murió.

-La maquinaria de lanzamiento ya no se podía parar. Así que la voy llevando.

La maquinaria de lanzamiento del libro del escritor argentino de su generación que más vende en el país y el mundo -hasta ahora, tres millones de ejemplares y traducciones a treinta idiomas- no es cualquier maquinaria: es una locomotora lanzada a toda velocidad contra un horizonte de expectativas. Así que en medio de la promoción de esta historia que transcurre en 1300 y que tiene como protagonista a un padre perverso que transforma a su hija en su principal enemiga y somete al hombre que ella ama a las torturas más desoladoras, Andahazi lleva la muerte de Bela como puede, pero no se detiene.

Nació en un barrio no apto para niños: Corrientes y Callao, en 1963. Zona difícil para un hijo único sin padre y con una madre, Juana, que trabajaba en un banco, y abuelos amorosos pero mayores -Margarita y Samuel Merlín, llegados de Rusia después de la guerra- que recibían al nieto cada tarde, después del colegio.

-Mis viejos se habían conocido en una reunión, pero se separaron cuando yo era muy chico. No tuve una mala infancia, pero recuerdo con mucha angustia el tedio. Salía de la escuela y tenía que estar la tarde entera en casa de mis abuelos. Yo los adoraba, pero eran mayores. No hacía nada más que estar ahí mirando la tele sin mirar. Y a cierta hora me sentaba a escuchar el ascensor porque ya venía mi vieja. Recuerdo... ese beso con la cara fría... Qué felicidad.

Por su abuelo materno, Samuel Merlín, se convenció de que era descendiente del célebre mago. Por su abuelo paterno, Bela Andahazi -ex embajador húngaro en Turquía que llegó a la Argentina después de la guerra, con su mujer y su hijo de 8 años-, creyó que por sus venas corría sangre muy azul.

-Pero mi abuelo Andahazi era pintor y mi abuelo Merlín fue fundador de varias editoriales independientes. Estaba muy vinculado con la literatura política. A tal punto que en 1976 metió los libros de su biblioteca en unas bolsas, los cruzó a un baldío y vi desde el balcón cómo los quemaba. Sobrevivió pocos años a eso.

En la adolescencia, algunas cosas empezaron a cambiar. De alumno adorable en el primario pasó a desastre incontenible en el secundario. Se hizo hippie y se mudó muchas veces de colegio hasta que decidió que el estudio y los deportes, que practicaba con fruición, no eran lo suyo.

-Dejé el colegio y empecé a trabajar en un local donde se alquilaban películas. Las tenía que revisar al tacto. Como soy muy torpe, las rompía yo.

Fue cadete en una agencia de viajes, hasta que consiguió el mejor trabajo de su vida: se hizo dremelero.

-Grababa los números de las patentes en los vidrios de los autos. Se hace con un aparatito con punta de diamante al que llaman "dremel". Lo hacíamos con un amigo, en el estacionamiento subterráneo de Recoleta. Si hubiéramos querido ganar mucha guita, habríamos podido, pero no nos gustaba el trabajo, y menos ahí.

-¿Por qué? -Porque estaba el cementerio y estábamos a la altura de los muertos. No me podía desentender de esa idea.

-¿En serio te perturbaba eso? -Sí. Soy una persona muy impresionable.

Raro, si se piensa que acaba de escribir un libro cuyas páginas incluyen un aborto sanguinario y un vía crucis con lanzazos y clavos, y cuya primera escena es la violación de un niño en manos de un clérigo.

Viejo a los 17

Federico Andahazi nunca fue tan viejo como entre los 17 y los 27 años. Una foto carnet de la época revela a un hombre con bigotes curvados hacia arriba, el pelo tirante, la mirada hundida por el peso de las responsabilidades. A los 16, se puso de novio con Mónica, una chica de 17 a quien había conocido en Villa Gesell, y pareció natural alquilar una casa en Boedo e irse a vivir juntos.

-Era una casita chiquita, gris, tristísima. Estuvimos juntos diez años. A los 18 conocí a mi viejo y empecé a estudiar psicología en la UBA. Era muy buen alumno y ya escribía. Le mostraba lo que escribía a un amigo que era muy severo; todo le parecía horrible. Hasta que un día transcribí dos o tres páginas de El otoño del patriarca y le dije: "Tomá, escribí esto". Y me dijo: "Es pésimo, pésimo". Por eso digo que hay que escuchar a la crítica, porque a veces, cuando la crítica es muy dura, uno debe pensar: "Vamos bien encaminados".

-Es fácil terminar engañado por esa visión: si me critican mal, voy bien. Sobre todo porque uno no suele aplicar la inversa. -No, claro. Pero me parece que muchos de estos críticos podrían pisar el palito perfectamente. Terminé la carrera, ejercí dos años atendiendo pacientes y me di cuenta de que eso no era para mí. Nunca fui un buen psicoanalista. No sólo no notaba una evolución en el paciente, sino que tenía la impresión... de estar rompiendo películas. Así que volví a grabar cristales.

La vida de Andahazi parece dividida en extraños ciclos que duran, aproximadamente, entre siete y diez años. De niño obediente a adolescente fatídico, y de eso a novio conviviente. De pésimo alumno secundario a alumno brillante en la universidad y a dremelero y a escritor.

-Nunca fui bueno para el trabajo. Creo que me dediqué a ser escritor para no trabajar.

-¿Y escribir no es un trabajo? -En Occidente, tenemos una idea bíblica del trabajo. De sufrimiento. Y la verdad es que escribir para mí es un placer. Cuando tomé la decisión de dedicarme a escribir, fue una apuesta: escribir para publicar. Yo tengo dos novelas escritas antes de El anatomista, que, aunque me gustaban, sabía que no me las iban a publicar. Sabía que tenía que escribir una novela que impactara a un editor. Y eso fue El anatomista. Tardé tres años en escribirla, pero sabía que se iba a publicar. Yo terminé El anatomista y dije: "Bueno, ahora a llevarla a las editoriales; empecemos por orden alfabético". Y fui a una editorial que empieza con "A". Justo salía el editor y le dije: "Mirá, acabo de escribir esto". Y el tipo me dijo una frase muy misteriosa: "No publicamos autores inéditos". Después la llevé a otra editorial y a otra, y al fin me volqué a los concursos. Presenté cuentos a distintos concursos, y para mi enorme sorpresa... los gané todos.

Los ganó todos. Los ganó, además, por unanimidad. Eran los concursos Santo Tomás de Aquino, Desde la Gente y Buenos Aires Joven. Después, cometió una incorrección: envió El anatomista a dos premios al mismo tiempo: el Premio Planeta y el otorgado por la Fundación Fortabat. Un día de 1997 lo llamaron de Planeta para avisarle que su novela era finalista, y al día siguiente de la Fundación Fortabat para avisarle que había ganado el premio: María Angélica Bosco, Raúl Castagnino, José María Castiñeira de Dios, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer formaban el jurado que lo consagró por unanimidad. Andahazi se negó a continuar participando en el Premio Planeta sólo para descubrir, horas después, que Amalia Lacroze de Fortabat se rehusaba a premiar una obra inmoral. Aunque el jurado lo defendió en forma noble y monolítica (María Granata declaró: "Fue un premio que dimos todos a un buen libro y a una idea original. El pecado hubiera sido no premiarlo"), el dremelero tuvo que enviar una carta documento para que la Fundación tuviera a bien pagarle el cheque. Se pagó, pero no hubo fiesta consagratoria, aunque Planeta contrató El anatomista, que ya lleva vendidos en la Argentina 120.000 libros y fue traducido a treinta idiomas. La prensa multifotografió y plurientrevistó al escritor del escándalo. El hombre llegado de ninguna parte que había irritado a una de las mujeres más poderosas del país era, además, una mezcla gótica de mago y conde Drácula: remeras ajustadas, coleta, aro en la oreja, barba candado, músculos de gimnasio, una afición por el rock y las motos viejas.

-En realidad, mi amor por las motos empezó de una forma algo espuria hace quince años. Mantenía un romance con una chica que estaba casada y vivía en La Plata. Ella le decía al marido que se iba a hacer compras y se venía en su ciclomotor a Buenos Aires. Una vez me lo dejó y esa semana yo descubrí la libertad de moverme por donde quería. Así que cambié mi guitarra Gibson por una Douglas 1947, y desde entonces nunca paré de comprarlas, desarmarlas y ponerlas en marcha.

El mundillo literario local dio un respingo ante algunos de estos rasgos, gustos literarios y declaraciones. Si con la publicación de El anatomista ya había un runrún de aguas divididas acerca de la calidad -o su ausencia- de la novela, la que le siguió (Las piadosas, que transcurre en el año 1700, alrededor de las trillizas Legrand) terminó de escindir a Andahazi de ese círculo dorado en el que fulguran ciertos nombres de la literatura nacional. El anatomista fue para Andahazi lo que La ley de la calle para Mickey Rourke: una súbita consagración, a la que siguió un camino cuestionado, con libros como Las piadosas, El príncipe, El secreto de los flamencos y Errante en la sombra. El dice -siempre ha dicho- que no le importa.

-Me hace gracia cuando leo que hay escritores que dicen no conocerme, y en su momento me premiaron. En todo caso, el que cambió no fui yo.

-¿No te tienta pertenecer a esos círculos? -No, porque me aburren. Creo que no sabría de qué hablar.

-Pero no sabés si te aburrirías porque no los conocés desde adentro. -Conozco miembros de esas camarillas. En soledad, muchos son divertidos.

-¿No anhelás el reconocimiento de esa gente? -Tengo el reconocimiento de mucha gente. Cuando me ven solos, los que no me quieren son siempre los otros.

¿Ser y parecer?

Excepto la ausencia de gafas, que antes usaba, su aspecto no ha cambiado desde 1997: barba renacentista, pelo al gel, arito, el cuerpo saludable de quien se ejercita. Un aspecto decorado que muchos encuentran objetable. El reverso del cliché del escritor con pipa, pero otro cliché: el escritor hedonista, amante de las mujeres, la velocidad, la noche y el peligro.

-Yo no juego al escritor. Yo soy escritor. La obra está ahí para defenderse sola. Dicen: "No parece un escritor". ¿Y cómo se supone que es un escritor? En otros países, los escritores usan piercing. A mí el aspecto físico me importa menos que a aquellos que se dejan barbas estudiadas y fuman pipas estudiadas y usan anteojos estudiados. Trato de no tener panza. Ya voy a tener, pero mientras pueda evitarlo...

La ciudad de los herejes, la novela que acaba de publicar Planeta, proyecta sobre el telón de fondo del amor prohibido entre Christine y Aurelio (dos personajes que descubren el sexo para luego internarse en sendos conventos religiosos y finalmente renunciar a esa vida para fundar una comunidad libre en Villaviciosa, aplicando una versión muy sui géneris del "ama y haz lo que quieras") la historia del padre de Christine, el duque Geoffroy de Charny, que decide crear una reliquia falsa -el Santo Sudario- para levantar una iglesia y explotarla en provecho propio. El amor de Christine y Aurelio es, por diversos motivos, un obstáculo para el duque, que transforma a su hija en su enemiga, la somete a un aborto carnicero, y a su amado, a una crucifixión con alto morbo. Andahazi dice que no ha escrito este libro para el escándalo, y que la inspiración nada tiene que ver con la oportunidad de calzar en un mercado ávido de novelas que revisiten el exitoso Código Da Vinci, de Dan Brown -que pone en duda las versiones oficiales acerca del Santo Grial, entre otras cosas-, sino por una inspiración que viene, incluso, de lejos.

-En 1998, yo estaba en casa de un amigo en Francia, y en la cena había un religioso que había leído El anatomista y me mostró una carta, del siglo XIV, donde el arzobispo de Troyes denunciaba el fraude del Santo Sudario; decía que era una falsa reliquia. Volví a Buenos Aires con unas veinte páginas escritas. Quedó ahí. Y tiempo atrás, ordenando papeles, me reencontré con esas notas. Y me empecé a preguntar el porqué de la fascinación que el sudario ejerce en la gente.

Andahazi vive en una casa antigua, grande y sin lujos, con su mujer, artista plástica, y su hija, Vera, de tres años. La casa tiene todo lo que él no pudo tener de chico: un patio verde, piscina al fondo, muchos metros para correr, tomar sol, hacer gimnasia.

-Mi hija me hizo una persona distinta. Dejé de fumar, porque soy asmático. Quiero que la nena tenga padre por un buen rato.

-¿Y descubrís en vos rasgos de tu padre? -Muchos.

Atrapa un portarretratos con una foto de un hombre de barba cana, pelo blanco, traje gris, entrecejo severo, pipa: el cliché del psicoanalista.

-Fumaba tres o cuatro paquetes de cigarrillos por día. Después fumaba en pipa y tragaba el humo. Cada uno se construye su propia vida y su propia muerte. El era enemigo acérrimo de la medicina, y podría decirse que murió en su ley. Me reconozco en cierta cuestión suya completamente contraria a lo pragmático. Las cuestiones de índole práctica las hace mi mujer, porque yo no sé. Si no come ella, yo no como. No sé controlar un saldo bancario, pagar un impuesto. Y con el dinero soy como los boxeadores. Si no fuera por mi mujer, estaría rascando el bolsillo de la campera buscando monedas.

-¿Dónde estaba el librito de poemas que había escrito tu papá? -En la biblioteca de mi abuelo. Del abuelo Merlín. Pero yo a mi viejo... la verdad es que nunca le dije papá.

-¿Y cómo le decías? -Bela. Eramos como... dos amables colegas.

Leila Guerriero

Perfil:
Nació en Buenos Aires, en 1963.

Estudió psicología y ejerció durante algunos años, pero abandonó la profesión cuando en 1997 ganó, con su novela El anatomista, el Premio Fortabat.

Desde entonces ha escrito otros libros, como Las piadosas, El príncipe, El secreto de los flamencos y Errante en la sombra.

Sus libros fueron traducidos a treinta idiomas y se han vendido, en el mundo, más de tres millones de ejemplares de su obra.

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La mujer que engañó a todos y pasó un mes en una cárcel de hombres

Durante poco más de un mes, entre abril y mayo pasado, a Carla Aguilera le tocó caer en el agujero negro que se abre entre cárceles, Justicia y policía. Aguilera –peruana, de 30 años– fue detenida el 16 de abril pasado por uniformados de la comisaría 8ª, por tentativa de robo. Indocumentada, dijo ser varón y llamarse Manuel Martín Aguiar. Le creyeron. La derivaron como tal al juzgado donde le tomaron declaración. Después, la alojaron en el penal de varones de Marcos Paz. En cada una de sus estaciones, Aguilera pasó por la revisación médica de rigor. La policial, al ser detenida; la forense, en Tribunales; la penitenciaria, apenas pisó la cárcel. Ya se verá que el mentado rigor no es tan riguroso: durante un mes, Aguilera pasó por varón en una cárcel de varones hasta que un llamado anónimo alertó a la Procuración Penitenciaria. Luego de comprobarse que la denuncia estaba en lo cierto, fue derivada a la unidad psiquiátrica para mujeres del Moyano y de allí se aguarda su pase al penal de mujeres de Ezeiza. Mientras espera la fecha de juicio oral, el Tribunal Nº 18, que la juzgará, pidió que un médico certifique a quién van a sentar en el banquillo. Mientras el caso provoca todo tipo de comentarios en los pasillos judiciales, ella insiste en que es varón, dice que en Marcos Paz la pasó bárbaro y que quiere regresar allí. Pero le será más difícil pasar esta vez los rigores de la revisación médica.
Los nombres que se utilizan en esta nota para identificar a Aguilera/Aguiar son ficticios, con el fin de proteger su identidad. El sábado 16 de abril, personal policial detuvo a un trío bajo la imputación de “tentativa de robo”. Entre los tres, uno tenía apariencias de mujer, pero se decía hombre. Cuando le tomaron los datos dijo que era peruano, que había nacido el 24 de diciembre de 1974, que su padre se llama José y su madre María. No se llamaba Jesús por pura humildad paterna. No contaba con documentos, con lo que todo lo dicho quedó como cierto.
Todo detenido, antes de pisar la celda, debe ser revisado por el médico legista de la comisaría. En la 8ª juran y perjuran que fue revisado/a. Carla, como Manuel, pasó el fin de semana adentro y el lunes 18 de abril fue trasladado/a al Centro de Detención Judicial, U28, del Servicio Penitenciario Federal, para declarar ante el juez Domingo Altieri. Antes, un profesional del Cuerpo Médico Forense debió haberlo revisado y dado el OK. En principio, Carla Aguilera fue procesada en la causa 19.057/05 como Manuel Martín Aguiar por tentativa de robo y despachada/o ese día al Complejo Penitenciario Federal II de Marcos Paz, cárcel de varones.
Al menos hasta el 4 de mayo, Carla pasó como varón. Ese día se comunicó con su defensora oficial, Alicia Trionfetti de Martínez, para decirle que sufría de ataques de epilepsia y necesitaba un tratamiento médico. Con fecha de ese mismo día, Trionfetti envió un escrito al procurador penitenciario Francisco Mugnolo: “Sufre de epilepsia y tuvo ataques de asma, por lo cual solicita ser revisado por los médicos a fin de recibir la atención y medicación adecuadas”, decía en el escrito. Trionfetti agregaba muy segura que ya que su “defendido es travesti, solicito sea alojado en un pabellón de acuerdo a su condición sexual”. Carla fue revisada/o entonces por los médicos que le recetaron medicación y fue alojada/o en el módulo 1, pabellón 4, destinado a homosexuales.
Durante ese mes, Carla se las arregló perfectamente como Manuel Martín, incluso con las temidas requisas que obligan a los presos a formar en fila completamente desnudos. ¿Cómo? Cuando llegaba la requisa se desmayaba y era trasladada/o a la enfermería donde, después de una sesuda revisación, la/lo devolvían al pabellón.
Todo hubiera seguido así quizás hasta el cumplimiento de la condena, quizás hasta que el bueno de Manuel hubiera quedado “embarazado”, desatando una inédita revolución místico-científica en los penales. Pero el 20 de mayo, un llamado anónimo desde la misma cárcel de varones alertó sobre la situación. “Tenemos a una mujer que se hace pasar por hombre”, dijo el denunciante, según confirmó a este diario una fuente de la Procuración Penitenciaria. Se puso en marcha entonces el mecanismo de rescate. El mismo día, Mugnolo ordenó abrir un expediente, el 10.823/05, y envió una nota urgente al director de Marcos Paz. El preso/a fue revisado por el médico Daniel De Carlo. Algo habrá visto porque se ordenó su inmediato aislamiento.
El 23 de mayo, un funcionario de la Procuración se contactó con el jefe de Judiciales del SPF, de apellido Mercado. “Lo llevaron al Complejo I (Ezeiza, de mujeres) para verificar su sexo”, respondió Mercado. Al día siguiente, lo trasladaron al Cuerpo Médico Forense, con el mismo fin. Finalmente, el 26, Mercado respondió que “lo trasladaron a la unidad 27 (de mujeres del Moyano)”, con lo que de hecho se aceptaba que Manuel era mujer. De hecho no quiere decir por derecho: Carla ingresó al penal femenino como mujer que es, pero como Manuel Martín Aguiar en los rótulos del expediente.
Desconfiada de las revisaciones de rutina, el 7 de junio, la Procuración envió un médico propio, Humberto Metta, a determinar la verdad más profunda del expediente 10.823/05. Metta no reparó en estudios: desde la anatomía externa determinó que se trataba de una mujer, dato corroborado por una tomografía de pelvis que mostraba la presencia del útero, lo que desmentía los rumores en los pasillos de Tribunales que hablaban de una operación de cambio de sexo. Ese día fue entrevistada por un asesor de la Procuración a quien le manifestó que “se llamaba Manuel Martín Aguiar Torres del Cerro Lima, que había nacido con los dos sexos y que se consideraba hombre”. También dijo que había estado detenida durante 8 años en Salta, en un penal de varones.
Los trastornos de personalidad de Carla (o Manuel) fueron asumidos por el sistema: en los partes empezó a ser designada como “Aguiar, Manuel Martín o Aguilera, Carla”. La confusión de los penitenciarios terminó lesionando sus derechos: teniendo en cuenta la alarma que desató el caso, Aguiar/Aguilera fue alojada/o en celdas de aislamiento. El mes pasado se gestionaba su traslado a la U31 de mujeres, en Ezeiza, pero Carla insistía en que en Marcos Paz había pasado una buena temporada y pretendía regresar allá.

Horacio Cecchi

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Una revista que regala vibradores en sus ejemplares

¿A las mujeres francesas les faltarán las vibraciones esenciales de la vida? A juzgar por el último “juguete” distribuido por la revista Jalouse en su edición de diciembre, puede pensarse que sí. Envuelto en un coqueto plástico, la revista, especializada en las “mujeres libres de 20 a 40 años”, hace entrega de un vibrador. Es cierto que los llamados “sex-toys” están de moda, pero la idea de la revista francesa suscitó una protesta de varios círculos. La edición de diciembre dice en la tapa “Buenas vibraciones para el 2006”. El conjunto del número está consagrado a las “vibraciones” del año 2006, a fin de no “ignorar nada de las tendencias”. La revista anuncia un sumario osado con la promesa de explorar los “fantasmas, deseos extremos o placeres simples”. El bimensuario, que se describe como “impertinente, provocador y vanguardista”, anota que sus lectoras “suenan con sexo personalizado y nos revelan lo que las hace vibrar, incluso temblar de deseo para 2006”.
Frente a las críticas, los responsables de Jalouse argumentan que “sólo 50 mil ejemplares, es decir, la mitad de la difusión, llevan el juguete, a fin de que las lectoras elijan si quieren o no adquirirlo”. Pascale Marie, presidenta del Sindicato de la prensa de revistas y de información (SPMI), defiende la idea de Jalouse diciendo que “el vibrador es un objeto de consumo corriente cuyo estatuto ha cambiado considerablemente. Se lo encuentra en venta libre y aparece en las publicidades sin complejo alguno”. Pero la aparición del vibrador desembocó en la renuncia de la revista Santé Magazine del comité que trabaja en el seno de las organizaciones consagradas a la difusión de la prensa. Santé Magazine sostiene que la distribución del vibrador “no corresponde a la vocación de la prensa y, por consiguiente, se aleja de manera abusiva de esa misión”.
Jalouse se ha caracterizado por un oportuno montaje de provocaciones. Hace algún tiempo, la revista sacó un número con cuatro primeras planas diferentes. Cada una de ellas aparecía con la foto de un hombre cuyas “partes íntimas” estaban cubiertas. Para poder verlas, sólo había que rascar el circulito que las tapaba. En apenas dos años, la revista se impuso en el mercado de las publicaciones femeninas. Jalouse se dirige específicamente a las mujeres de menos de 40 años, estudiantes o en la vida activa, que cuentan con un poder adquisitivo suficiente como para pagarse “las glotonerías de la vida”. Jalouse se presenta como una revista que “descubre los nuevos talentos” y las últimas tendencias. Es, en suma, una revista de moda que siempre presenta “lo más actual o lo que está en la perspectiva de ocupar el espacio ‘in’ en materia de moda, cultura, nuevas boutiques o lugares nocturnos sorprendentes”.
La aparición del juguetito no tiene precedentes en la historia de las revistas femeninas europeas. Es lícito reconocer que los sex-toys han salido de las catacumbas de los sex shops para ocupar los estantes de lugares casi públicos. Algunas publicaciones femeninas los presentan incluso en sus múltiples variaciones: pingüinos para la ducha, patitos, jabones vibradores, etc., etc., etc. Internet también ha facilitado la difusión de esos objetos y hasta hubo una casa de moda francesa de alta costura, Sonia Rykiel, que los puso en venta libre en sus boutiques. Ropa íntima porno chic, vibradores, pintura para el cuerpo, cierta forma de erotismo a través de los objetos se impusieron en los últimos cinco años. Algunos objetos que antes estaban condenados por “inmorales” o “perversos” se exponen hoy en las grandes boutiques o tienen sus lugares de venta específicos en las callejuelas chics del barrio du Marais, en el distrito cuatro de París. En la sección ropa íntima femenina de las célebres galerías Lafayette las mujeres pueden comprar pintura de chocolate para pintarse el cuerpo y vivir una noche de sabrosas lamidas al chocolate. Los sex shops o los erotics shops instalados en calles poco recomendables e iluminados con pálidas luces mortecinas pertenecen al pasado. Encuestas recientes muestran que el 70 por ciento de los franceses dice estar dispuesto a probar nuevas experiencias para “salar” su vida íntima. Otra encuesta realizada por el fabricante de preservativos Durex revela que el 20 por ciento de los franceses tiene un vibrador. La misma marca puso en el mercado un producto llamado Play Vibrations que se coloca en la base del sexo masculino y que provoca sostenidas vibraciones conjuntas.
Jalouse se inscribe así de manera más provocativa en las costumbres del air du temps. Pero la presencia del llamado “consolador” en los kioscos de revistas, al alcance de las adolescentes, plantea una polémica que recién empieza.

Eduardo Febbro

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Los chicos violentos de Colombia

CALI, Colombia.- Al pequeño Kevin casi lo mata una bala perdida: le entró por la nuca y le salió por la frente. Eso ocurrió un año atrás, cuando tenía cuatro años. El incidente se produjo a unos pocos metros de donde estábamos sentados ahora, en una habitación que parece un garaje vacío, con su piso de cemento húmedo y una serie -casi un diseño- de aparatos de iluminación quemados en las paredes y el techo. La abuela de Kevin comercia modestamente con ropa de segunda mano; había un alambre tensado sosteniendo algunas perchas y una bolsa de plástico llena de alpargatas y chancletas. El perro de la familia, pequeño, irritable y viejo, todavía seguía gruñéndonos después de media hora, incluso mientras se rascaba la oreja con una pata.

Kevin estaba jugando en la calle cuando pasó el auto a toda velocidad (nunca me quedó claro a qué le habían querido dar los muchachos, si es que le querían dar a algo). En el hospital, a su madre de 20 años le dijeron que a Kevin le quedaban cinco minutos de vida. Lo operaron, y después de cinco días en coma, un largo período en silla de ruedas y una penosa rehabilitación, Kevin parece haber reemergido como un chico seguro de sí, incluso con gran estilo.

Durante meses, se mostró profundamente retraído; respondía a desgano a los otros niños y era indiferente hacia los adultos. Cuando dividía sus soldaditos de juguete en buenos y malos, los malos ganaban siempre.

Lo que le ocurrió a Kevin fue un accidente: un accidente en una ciudad muy proclive a los accidentes, pero accidente al fin. A otro chico, Bryan, de 10 años, le resultará más difícil conseguir el consuelo (en realidad inexistente) de la "cicatrización". Su mejor amigo le dio un balazo en la espalda. ¿El delito de Bryan? No es que haya amenazado con llevarse la pelota de fútbol a su casa... todo lo que dijo es que no quería jugar más. Ahora Bryan camina como un inválido (con pasos lentos y arrastrados) y tiene un rostro carente de simetría; y además parece ciego (aunque no lo es) porque tiene la mirada perdida y fija. Kevin, por su parte, permitió de buen grado que su abuela le levantara el flequillo para mostrarme el orificio de entrada y el de salida; parecían marcas de una vacuna. Cuando nos despedimos, el perro nos dedicó un gruñido elocuente: que les vaya bien, basuras. El perro, por lo que parecía, había asumido el miedo y la desconfianza que debían corresponder a Kevin.

En el patio delantero de la casa de enfrente, un varón adulto (una rareza estadística en este barrio) estaba cerrando su casa para la noche; nos miró fijo con franca pero inespecífica hostilidad, mientras se reacomodaba el contenido de sus shorts rojos.

Aunque algunos residentes tratan de disimularlo con barrotes y celosías de fantasía, casi todas las casas de las afueras de la ciudad colombiana de Cali están completamente enrejadas. El varón adulto de enfrente procedió a encerrarse en su cárcel personal. En el barrio El Distrito, los muchachos andan como locos toda la noche y duermen todo el día (en sus ataúdes y criptas), y al anochecer se convierten en vampiros.

Teníamos que irnos a las cinco... pero un momento. Todavía había tiempo de visitar a Ana Milena. Unos años atrás, su hermana había quedado paralítica después de que un vecino le pegó un tiro en la garganta; profundamente deprimida, se dejó morir de hambre en 1997. Siete años después, Ana dejó a su novio. Así que él la atacó a plena luz del día en una parada de autobús, apuñalándola en el ombligo, el cuello y dos veces en la cabeza. La hija de ambos (que tenía casi tres años entonces) vio todo antes de taparse la cara. Todavía insiste en que a su madre la atropelló un auto.

En la jerga de las bandas, una pistola casera es una pacha, una mamadera. La violencia estalla de inmediato y nunca cesa. Las cicatrices de Kevin no lo desfiguran. Tiene un orificio de entrada y un orificio de salida. La suya era, con mucho, la historia menos terrible que escuché en Cali. En general, uno sospecha, las cicatrices psicológicas y emocionales son todas de entrada, y no de salida.

La Esperanza: Ocupando casi una cuarta parte de la tercera ciudad de Colombia, Aguablanca está formada por alrededor de 130 barrios; cada barrio tiene tres o cuatro bandas, y teóricamente todas las bandas están en guerra entre sí. ¿Por qué pelean? No pelean por drogas (el éxtasis y otras sustancias son populares, pero el tráfico de cocaína es una actividad de elite). Pelean por el territorio (una esquina, un callejón); pelean por cualquier cosa que tenga que ver con la falta de respeto (lo que podría llamarse el crimen de "enarcar las cejas" o gestos semejantes), y pelean por la pelea anterior (la venganza es como una serie de cartas en cadena). Sin embargo, lo que hace crecer las estadísticas del crimen, aquí como en otras partes, es la fantástica abundancia de armas. Una pistola casera cuesta apenas 30 dólares; una granada de mano, 20 (una granada de mano es lo que uno necesita, por ejemplo, si se cuela en una fiesta y lo echan). "Las armas no matan a la gente. La gente mata a la gente", argumentó Ronald Reagan. Se podría llevar más allá esa línea de pensamiento y decir que tampoco la gente mata a la gente. Las balas matan a la gente. En Cali cuestan 50 centavos de dólar por pieza, y pueden venderse sueltas a los menores, como los cigarrillos.

Tres chicas adolescentes, que actuaban como representantes de un barrio llamado El Barandal, nos aconsejaron que no entráramos, pero unos doscientos metros más adelante, en La Esperanza, nos dieron una despreocupada bienvenida. Pregunté cuál era la causa de esa diferencia, y nuestro chofer dijo que El Barandal era todavía más pobre y sucio y, más importante, estaba más lleno de gente; había más humillación, más furia y más armas. Sara, la residente más amigable de La Esperanza, tenía una versión diferente: "Somos todos negros, y somos buena gente". Y seguramente son buena gente. Cada país sudamericano tiene su propio nombre para los lugares como éste. En Bogotá, la palabra es tugurio, pero la versión chilena describe mejor a La Esperanza: callampa (hongos). Aguablanca sugiere un río de veloz corriente, o rápidos. Los pantanos donde brotaron los barrios, en la década de 1980, son blancos ahora por la putrefacción. La interminable zanja no es suficientemente profunda para ocultar los neumáticos y envases que salpican su manto cáustico. Sin embargo, las garzas todavía consideran que vale la pena chapotear y picotear en ella; cuando despliegan las alas uno espera que se vayan volando con las patas medio corroídas.

Los habitantes de esta zona son desplazados, campesinos que provienen mayoritariamente de la costa del Pacífico. En Cali hay alrededor de 70.000 desplazados. Algunos son expulsados de la tierra por la irresistible fuerza moderna de la urbanización; otros huyen de lo que tal vez sean las convulsiones finales de una guerra civil que empezó en 1948. Pero aquí están, sin dinero y sin trabajo. Colombia no proporciona a sus ciudadanos servicios de salud ni de educación gratuitos, y la primera explicación que uno encuentra aquí es esa enorme laguna sudamericana: los impuestos.

La contribución impositiva, necesariamente de los ricos, no está regulada. Parafraseando al ex presidente colombiano Alberto Lleras Camargo, los latinoamericanos han ido a la cárcel por muchas extrañas razones, pero ni uno, en todo el continente, ha ido preso alguna vez por fraude impositivo.

De las cuatro casas que pude ver en La Esperanza, la de Sara, inesperadamente, era con mucho la peor. Al primer paso uno se topaba con una pinchuda barrera de baldosas que apuntaban hacia arriba sobre el suelo desnudo: evidentemente, se trataba de una obra en construcción, pero por un momento parecía una trampa. Después había un área común, y un cuarto lleno de jergones aplastados. Finalmente, cerca del agua, una cocina-baño con gran cantidad de caños a la vista, una ingeniosa plomería, una hornalla, una pila de abono en un rincón y una enorme heladera demasiado decorada con cuatro huevos en la puerta abierta. Una negra enorme, desnuda hasta la cintura, pasó junto a nosotros y desapareció en un cubículo de madera. Desde allí llegó el sonido de agua y la cadencia de una canción.

Afuera, las señoras se reían y reñían en broma acerca de cuál casa era la más bonita. La única tienda de La Esperanza tiene tan sólo un cartel hecho a mano sobre la puerta, que dice "no fío", y vende únicamente tabaco y almidón, pero los residentes lo llaman "el supermercado". En cuanto al agua estancada en la que el barrio parece a punto de derrumbarse... sólo tenemos que decirnos -dijo Sara- que es una bella vista marina.

Colombia tiene un pie en cada uno de los dos grandes océanos. También está a caballo del ecuador. Al mediodía de un día claro, la propia sombra se enreda en los zapatos como un gato. Hicimos nuestra visita en una de las mañanas más frescas (las nubes eran del mismo color que el agua), y resultaba difícil imaginar el barrio bajo un sol que llenara el cielo. Justo calle abajo, en la entrada de Aguablanca, el olor del pútrido canal, con sus orillas de basura sólida, nos invade hasta las amígdalas. Ese olor es el futuro de La Esperanza.

Sólo para hombres: La clásica venganza en la tierra de las bandas de Cali no es una bala en la cabeza, sino una bala en la columna vertebral. Y eso es fruto de cierta reflexión. "Un mes después del ataque -dice Roger Micolta, el joven terapeuta de Médicos sin Fronteras (MSF)- la víctima me pregunta: «¿Volveré a caminar?». Dos meses después, me preguntan: «¿Volveré a practicar el sexo?»." Invariablemente, la respuesta a ambas preguntas es no. Así, las víctimas no sólo tienen que vivir con su herida; tienen que usarla, tienen que trasladarla en silla de ruedas: todo el mundo sabe que han perdido aquello que los hacía hombres.

En el hospital municipal de Aguablanca, a la hora de terapia, a media tarde, los mutilados inocentes, como el rengueante Bryan, son superados en número por los mutilados asesinos, mutilados que han mutilado a muchos en sus buenos tiempos. Se someten a interminables secuencias de ejercicios: flexiones, giros laterales. Las novias y hermanas les pasan cepillos por las piernas para estimular la sensibilidad. Un joven, avanzando apenas sobre las barras paralelas, abre y cierra los ojos con impotente desesperación. Otro lleva un peso atado al tobillo; lo observa su madre, quien reflexivamente balancea su propia pierna al mismo ritmo.

En el cuarto trasero hay un pizarrón que se usa para difundir información psicosexual. "Lo más frustrante: estar impotente. No poder sentir, no comprender, no tener ganas." Los pósters educativos de MSF también se dedican, correcta y agresivamente, al tema de la testosterona. Un espécimen típico muestra una pistola con el caño caído: "Llevar un arma no te convierte en un hombre". Otro muestra una serie de cinturas con el arma situada debajo de la hebilla del cinturón y apuntando directamente hacia abajo. En Cali, todo lo que uno ha leído o escuchado acerca de la inseguridad masculina, los símbolos fálicos y esas cosas, se verifica de manera tediosa casi en cualquier parte que uno mire.

Cerca, en las calles del mercado, los puestos están desconcertantemente colmados de productos, esenciales y no esenciales (cámaras baratas, aparatos de gimnasia, organizadores de ducha, un elemento muy necesario en La Esperanza). Los maniquíes sin brazos ni cabezas son fiel reflejo del tipo femenino autóctono: traseros altos y prominentes, pechos robustos con pezones como canicas.

En la pastelería hay una elaborada torta que representa a una muchacha en ojotas. Otra representa un pene; los testículos están salpicados de virutas de chocolate, y la punta, cubierta de fécula, tiene una delgada línea de crema que indica la hendidura. Uno puede imaginar que es para una despedida de soltera. La inscripción dice "chúpame, cariño", con una caligrafía penosamente decorativa. Cariño no tiene femenino en español; no hay cariña. Pero uno nunca sabe. La torta puede estar dirigida tanto a solteras como a solteros.

Esa noche hubo una comida al aire libre en una terraza, en el centro. Los invitados eran profesionales, académicos; había música y algunos bailaban... todo muy casto y técnico. Sin embargo, incluso allí puede abrirse una trampa sexual bajo sus pies. En un momento, una joven inició una conversación inocente con un apuesto invitado, y después de que circularon algunas bromas en voz baja entre los varones alguien le alcanzó una servilleta de papel, con una sonrisa irónica. Se le insinuaba que ahora podía limpiarse la baba, porque se le había hecho agua la boca.

Todas las paredes externas estaban coronadas por pedazos de vidrio cuyas dimensiones, formas y espesor eran drásticamente variados. Si las paredes coronadas de vidrio constituyen alguna clase de arquitectura, la de allí representaba la etapa gótica. En Inglaterra, esta forma de prevención del crimen era una visión muy frecuente (y muy estimulante) en mi infancia... pero no en mi juventud. Una y otra vez volvía la idea: dos o tres generaciones, 40 o 50 años... ése es el retraso que tienen. Justo en este momento, Colombia parece dispuesta a girar en la dirección correcta. Si hay un tema actual en la evolución de Sudamérica, parece ser éste: los intereses creados (incluyendo los Estados Unidos) están tolerando una mejoría del calibre de los líderes políticos, con Kirchner en la Argentina, Lula en Brasil y ahora, tal vez, Uribe en Colombia.

Más allá de las paredes tachonadas de plata uno podía ver toda una ladera de luces. Era la callampa de Siloé que, según me dicen, es el doble de violenta que Aguablanca.

Estábamos en la división central de la calzada de doble mano, a unos 300 metros de uno de los barrios más decididamente no visitables de Cali. Se acercaron tres muchachos. Cuando les ofrecí Marlboros, dos aceptaron; bajaron la cabeza mientras fumaban, incómodos por el hecho de que no inhalaban el humo. El tercero rechazó el ofrecimiento. No dijo "no fumo"; dijo "no puedo fumar". No era que no fumara. No podía fumar (por más que le hubiera gustado hacerlo).

Después se levantó la remera y nos mostró por qué. Su hombro derecho, el pecho derecho y la axila derecha, donde lo habían baleado recientemente, formaban una cama deshecha de vendas y cinta adhesiva parda. También lo habían apuñalado hacía poco, resultado de una venganza. Desde el esternón hasta el ombligo se extendía la herida -todavía no una cicatriz-, rosa e hinchada como un gusano de jardín.

Se llamaba John Anderson. No era de ninguna manera la primera vez que lo baleaban, ni tampoco la primera vez que lo apuñalaban. Tenía 16 años.

Como todos, les encantaba que los fotografiaran, pero primero tenían que ir a buscar su arma. Después de escarbar un poco en un basural del otro lado de la calle, volvieron con una escopeta de caño recortado. John posó, con su trabuco, su herida de cuchillo (parecía un intento de seppuku, un harakiri vertical), su estrafalario corte de pelo, su mirada de gatillo fácil. Uno se sorprendía por la inanidad y la levedad de todo eso: una existencia tan próxima a la inexistencia.

No podía estar más claro que a John Anderson sólo le quedaban semanas de vida. Decir eso de seres humanos es decir tanto lo peor como lo mejor. Pueden acostumbrarse a cualquier cosa.

El asesino menos mutilado: Y también yo me acostumbré. Uno se descubre pensando: si tuviera que vivir en El Distrito, no me quedaría en lo de Kevin, sino en lo de Ana Milena, donde hay TV por cable y esa linda ventana de comunicación entre la cocina y el living. Y si tuviera que vivir en el barrio La Esperanza, rehusaría amable pero firmemente el ofrecimiento de Sara y trataría de pagarme un lugar cuatro casas más allá, donde el hombre tiene heladera y ventilador (y diez personas a su cargo). De manera semejante, ahora me encontré pensando: este asesino mutilado no es para nada tan interesante como el asesino mutilado que entrevisté anteayer.

Y eso parecía. Raúl Alexander no era gran cosa comparado con Mario, a quien vería más tarde. Cuando llegamos, Raúl estaba en su cama mirando Los Simpson. En la casa de Kevin, en la casa de Ana, en la casa de Sara nunca había ningún hombre joven. Cuando hay un hombre joven en la casa es porque no puede salir. Seguramente será inválido, y muy probablemente un asesino mutilado.

Con su corte de pelo a la moda y su carita ingenua, Raúl parecía la clase de camarero con el que uno puede encariñarse en un hotel de balneario. Suena poco diplomático, pero la verdad era que nos habíamos tenido que conformar con Raúl. Nos había gustado Alejandro. Era el asesino mutilado que no podía dormir de noche si durante ese día no había matado a alguien. Pero nos habíamos salteado una cita con Alejandro, más de una vez, y cuando finalmente aparecimos su madre nos dijo que había llevado al perro al veterinario. ¿Sería un anatema latino particularmente salvaje, o tan sólo una débil excusa? Pensé en el verbo "groseriar" (en su jerga, no respetar). Finalmente, era un alivio que nos arregláramos con Raúl.

Cuando le preguntamos por su infancia, la describió como normal, y así parecía serlo, salvo por un padre que permaneció en su lugar hasta que Raúl fue adolescente. Empezó a robar partes de autos, después autos, después autos con gente adentro. "Uno el lunes, uno el miércoles." Después empezó a competir con un amigo: ahora había seis robos armados de autos por día. Empezó a robar dinero que era trasladado desde o hacia los comercios, fábricas y bancos. Estuvo preso nueve meses y salió predeciblemente fortalecido. Para entonces, los traslados de dinero estaban demasiado concurridos, con asaltantes que hacían cola en las calles, así que Raúl se aventuró al interior de comercios y bancos. Esas travesuras semanales no duraron. Estuvo en prisión 30 meses, salió por tres días y volvió adentro por tres años.

Durante su último período, Raúl mató a un hombre, según afirmó, por primera vez: en venganza por una puñalada. Ensangrentado y ya maduro, Raúl se empleó en una oficina. Esta última oración puede resultar un poco rara para alguien que no es de Cali, pero aquí cuando alguien dice que trabajó en una oficina o que hizo "trabajo de oficina", uno sabe exactamente de qué habla: se sienta junto a un teléfono por una tarifa fija (unos 300 dólares mensuales) y comete asesinatos por encargo por medio de un agente por otros 200 dólares por vez.

Los muchachos que trabajan en oficinas, por cierto, no reciben el nombre de "oficinistas", pero se los valora mucho para el trabajo de oficinas porque son baratos, intrépidos y no pueden ir a la cárcel hasta los 18 años. Raúl debe de haber estado en la veintena en ese momento. Pero John Anderson, por ejemplo, bien podía haber trabajado en una oficina.

En Cali, el día más popular para los asesinatos de oficina es el domingo: es el momento en que es más probable encontrar a las personas en su casa.

¿La perdición de Raúl? Para entonces, mi fe en su veracidad, o en su autoconciencia, nunca demasiado profunda, empezó a flaquear. ¿Cómo la describió? Tuvo algún problema con un tipo que baleó a su primo, asesinato que un amigo suyo (de Raúl) vengó impulsivamente. Y después, eso de aquella remesa de marihuana. Raúl dio vueltas y más vueltas, y todo parecía resumirse en un problema, una partida de póquer, una bebida derramada... una venganza por "falta de respeto".

Nos despedimos de Raúl Alexander despiadadamente temprano (uno de nosotros debía ir al aeropuerto), y marchamos en fila a través de un soleado rincón que contenía su silla de ruedas y su aparato para caminar. Cuando, minutos antes, le pregunté cuántas personas había matado, el hizo un mohín y, encogiéndose de hombros, dijo: "¿Ocho?". Sí, claro, pensé. Pero aun cuando Raúl hubiera dividido su marcador por dos, o por diez, no era gran cosa comparado con Mario.

Mario: También él está tendido en su cama, aparentemente desnudo, salvo por una toalla que lo cubre a la altura de la cintura. Dos reproducciones que penden de la pared de la sala vecina -una cabaña de troncos cerca de una cascada, un bosque con un caballo blanco destacado por opalescentes rayos solares- nos impulsan, al describir a Mario, a buscar el marco heroico. Uno piensa en el caído Satanás, arrojado sobre las almenas de cristal. Mario fue alguna vez muy radiante y dinámico, pero ha hecho la travesía desde el poder hacia el no poder, y ahora yace en su cama todo el día, con el control remoto y Cartoon Network.

Aunque sus largas piernas se afilan y se atrofian, en la parte superior del cuerpo de Mario los músculos aún sobresalen y se tensan. Las axilas, en particular, son inusualmente agradables; parecen afeitadas o depiladas con cera, pero una mirada hacia el pariente semidesnudo que está en la cocina, con las manos unidas detrás de la cabeza, confirma que se trata de un rasgo natural. El problema de Mario, su dificultad, empieza con su cara. Con sus ojos muy juntos divididos por un puente muy playo, su mandíbula muy fuerte (llena de avidez y apetito), la de Mario es la cara de un mandril. Si uno hubiera visto acercarse a Raúl Alexander, en la calle, en un bar, o en el umbral de su casa, habría intentado resistirse, o razonar con él, o darle dinero. Si uno hubiera visto acercarse a Mario en su mejor momento, no habría hecho absolutamente nada.

A los siete años, Mario se escondió bajo una mesa y escuchó cómo nueve campesinos -de ellos, dos mujeres- mataban a su padre. Mario tiene alrededor de 30 años ahora: esto debe de haber ocurrido durante el período conocido como La Violencia (aunque casi no hay en la historia de Colombia un período que merezca otro nombre). A los 12 años empezó con sus venganzas, matando con un cuchillo al primero de los nueve campesinos. Después siguió hasta matar a los otros ocho. Después gravitó hacia Cali. Eso es lo que son en Aguablanca, en Siloé: campesinos, y ahora hijos de campesinos, drásticamente urbanizados.

Tras un período robando autos, después secuestrando (un campo muy vasto), Mario fue llamado al servicio militar. Cuando le dieron la baja, aprovechó el incremento de sus habilidades organizativas y "se fue a la selva", supervisando la producción y el traslado de talco (cocaína) en la Colombia rural y en Ecuador. Fue también una especie de período militar: el enemigo no era la policía, sino el ejército.

Mario habla de su época en la selva con gusto y reverencia. "La cocaína venía en panes, sellados... Es muy bonito cómo brilla", dice. "Una vez vi toda una habitación llena de dinero."

Volvió a Cali equipado de disciplina, espíritu y (es de imaginar) una tonelada de pesos, y empezó a "gozar de la vida". No es difícil imaginar a Mario gozando de la vida: en una ciudad llena de hombres aterradores, todo el mundo debe de haberle tenido miedo. Tomó un empleo en una oficina, y en ese cargo mató a alrededor de 150 personas en seis años. Pero eso es acumular demasiadas venganzas, y en diciembre de 2003 fueron a buscarlo en masa. Estaba detenido en un semáforo cuando cuatro hombres, en dos motos, se colocaron a ambos lados del auto.

Ahora la hermana de Mario nos sirve café (es profundamente típico de Aguablanca que nunca haya café; uno tiene que andar de un lugar a otro para tomarse una taza).

Hora de irse. Le pedí a Mario que describiera la diferencia entre su primer asesinato y el último, y me dijo: "¿El primero?, ¿con el cuchillo? Fue terrible. Tuve pesadillas. Lloraba todo el día. Tenía paranoia. ¿Pero la última vez? Nada. Simplemente uno piensa: Y ahora me pagarán". Mario pidió sus turbios trofeos y yació inmerso en ellos: su revólver (muy pesado... para su dueño debía de tener el divino peso del oro), sus radiografías (la reluciente segunda bala en su arqueado tórax), y su prontuario policial grabado en acero inoxidable (que le costó 900 dólares). También tenía su control remoto, su reloj y, por supuesto, la bolsa transparente de orina sujeta al costado de su cama.

Todavía están detrás de Mario, así que salir de su casa fue una doble liberación. Sin embargo, cuando lo pensé más tarde me pareció que Mario, con su origen, estaba autorizado a odiar y que el no monstruoso Raúl, con su cuerpo esbelto y su sonrisa de botones, era la figura más representativa... Una hoja llevada por el viento que creaban sus compañeros.

El machismo, en su mutación latinoamericana, tiene una característica adicional... la indiferencia, una indiferencia inalcanzable. Se sentía muy intensamente esa diferencia en John Anderson, allí, en la divisoria central. Cualquier clase de compasión no sólo debilita, sino que es afeminada. Uno no siente compasión ni siquiera por uno mismo.

Así que parece que los habitantes de Aguablanca están jugando un juego de niños -cosas de chicos- de desafiar y provocar y adoptar poses, en el que todos se sienten inmortales. Salvo que los palos y las piedras se han convertido ahora en cuchillos y pistolas y granadas.

Mientras uno vuelve al centro de la ciudad, ve muchachos -malabaristas- que actúan para el público cautivo de los autos. No hacen malabares con clavas ni naranjas, sino con machetes y teas encendidas.

El retorno de la muerte: En mi último día fui a la exposición de fotos e historias de los casos atendidos por Médicos Sin Fronteras. Había caras y nombres familiares: Ana Milena, el pequeño Kevin. La noche de la inauguración, todas las víctimas estaban allí, salvo Edward Ignacio. Cuando aún se recobraba de sus múltiples heridas, Edward había sido baleado ese mismo día. Desde allí directamente hasta el cementerio, situado en medio de la ciudad, un pequeño y atestado lote de tierra entre la cancha de fútbol y el bullente Texaco.

La entrada estaba prácticamente sumergida por las obras de vialidad: una mezcladora, una aplanadora, montículos de alquitrán caliente. Los operarios estaban reunidos bebiendo gaseosas y tomando helado. Se acercaba una tormenta: se podía oler la humedad de la tierra.

El cementerio era más bien una morgue, con todos los muertos apilados en una serie de grandes bloques, cada nicho del tamaño de una losa. Cada losa tenía algo escrito, al menos el nombre y el año del entierro, con un marcador; había otras más elaboradas, con fotos enmarcadas, poemas, juramentos ("yo te quiero"), cruces, corazones, ángeles. Habíamos ido con una mujer llamada Marleny López. Su esposo era uno de los pocos que habían sido sepultados en la tierra. La lápida proporcionaba su nombre y sus fechas: Edilson Mora, 1965-1992. En realidad, se trataba de un error. Edilson tenía 37 años cuando murió, dos años atrás. Estaba jugando al dominó con un policía, y ganó. Tal vez hubiera podido sobrevivir a eso, pero el perdedor tenía que pagar la cerveza.

Casi todas las otras fechas revelaban vidas más cortas que la de Edilson: 1983-2001, 1991-2003. En general, se alargaban a medida que uno se internaba más en el cementerio y retrocedía en el tiempo. Además, retrocediendo en el tiempo los nombres ya no eran anglófonos. Y así aparecían Arcelio, Hortensia, Bartolomé, Nieves, Santiago, Yolima, Abelardo, Luz, Paz...

Volvía de una de las sendas del fondo cuando me encontré en medio de un entierro. Había un ataúd con cuatro portadores y más de 100 personas que acompañaban el duelo. Eso no era un crimen de las bandas ni una bala perdida. Una mujer que había muerto de un ataque al corazón a los 28 años: 1976-2004. Lo que ocurrió a continuación ocurrió de repente.

Me había pasado los últimos días fingiendo que la muerte no importaba. Ahora me presentaban la cuenta. Era un escarmiento ver el amargo llanto del marido, el amargo llanto de la madre. Era un escarmiento, bien merecido, ver que la muerte recobraba su peso genuino.

Martin Amis
Nació en Oxford, Inglaterra. Hijo del escritor Kingsley Amis, trabajó como director de la sección de narrativa y poesía en el Times Literary Supplement, y después pasó al New Statesman, donde llegó a director de la sección literaria a los 27 años. Polémico, ingenioso, ha publicado una serie de novelas, relatos y ensayos con los que se ganó su reputación como uno de los más punzantes escritores satíricos de su tiempo. Entre otras obras, escribió El libro de Rachel (1973), Dinero (1984) y Campos de Londres (1989). Perro callejero, su último libro, acaba de ser publicado en la Argentina.