martes, octubre 17, 2006

Cuando los santos vienen matando

Todos oyeron hablar en Utah, el feudo mormón, de los hermanos Lafferty del apacible poblado mormón American Fork, con su arquitectura como salida del imaginario bucólico del Reader’s Digest. En julio de 1984, dos de ellos, los mormones Dan y Ron Lafferty, acompañados por otros dos vagos, putearon y degollaron a su cuñada Brenda, una atractiva ex locutora de TV, mormona y esposa de un tercer hermano Lafferty, Allen, y también a su beba. (Un dato interesante: alguna vez Brenda había visitado la Argentina en una misión evangelizadora.) El motivo de ese baño de sangre cometido por los dos Lafferty fue que Brenda se oponía a plegarse al matrimonio plural exigido por los fundamentalistas. El asesinato, para sus responsables, no era tanto un crimen como el deber impuesto por una revelación de orden divino. Además, estas muertes serían, de acuerdo con el plan de los Lafferty, apenas el comienzo de una cruzada sangrienta, un raid homicida que no llegaron a ejecutar. A pesar de su brutalidad extrema, el crimen no puede leerse como un hecho policial aislado, como una simple noticia con unos “locos sueltos” como protagonistas. Nada de “locos sueltos”: nada tan integrado al sistema estadounidense como los mormones. Este crimen es, ni más ni menos, el resultado directo de las intrincadas relaciones entre política y religión en un estado, Utah, estado mormón por excelencia, considerado como tierra prometida de cuanto estafador místico (y no sólo) ve acá una oportunidad de enriquecimiento. En Estados Unidos, Utah está calificado como el estado donde las estafas baten todas las estadísticas. Pero el dominio de los mormones no comprende sólo este estado. Basta ver el mapa que acompaña las primeras páginas de Por mandato del cielo (2003) para comprobar la arrolladora y temible expansión de una fe nacida apenas un siglo y medio atrás, que hoy se expande hacia Canadá al norte y por México hacia el sur. La calificación de arrolladora y temible no es gratuita. Y de esto da cuenta Jon Krakauer en su último libro: la religión mormona es mayoritaria en los Estados Unidos, da empleo a una multitud de creyentes, factura millones de dólares y, silenciosamente, se ha instalado en el poder, aplicando su fanatismo en personajes y asuntos de gobierno, lo que vuelve comparable su peligrosidad al fundamentalismo de Bin Laden y sus terroristas suicidas.

Jon Krakauer (Oregon, 1954) es un raro en el género de la crónica de viajes. En su juventud nunca aspiró a un futuro literario. Con sus artículos pretendía ganar lo justo para pagarse el alquiler y alternar la escritura con su pasión por la naturaleza. Colaborador habitual de revistas de viajes, no es un cronista como el snob fabulador Bruce Chatwin, un clásico del género. Desde su comienzos, Krakauer se mostró interesado en la resistencia física y las situaciones límite. De esto hablan sus dos primeros best-sellers: Hacia rutas salvajes (Into the Wild) y Mal de altura (Into the Thin Air), dos textos que si son notables se debe, justamente, a que transgreden las reglas de la literatura de viajes.

En el primero, Krakauer se fijaba investigar la muerte por inanición y congelamiento de un hippie lector de literatura rusa en un colectivo destruido y abandonado en la nieve de Alaska. Allí, Krakauer supo rastrear al joven hippie desde su infancia en un típico hogar de clase media norteamericana hasta su final en los bosques blancos. Krakauer siguió al joven en su fuga, repitió su travesía por los Estados Unidos y la transformó en una novela del camino. Poco antes de encontrar las razones que detonaron el viaje del muchacho (todo un enigma), Krakauer se sorprendió enfrentando las propias. Es decir, el viaje y la búsqueda que le explicaría el enigma del otro a través de su país concluían develando que ese viaje (como todo viaje literario, una vez más) no había sido otra cosa que un viaje interior (la vuelta al pasado, la fascinación que su propio padre le había transmitido por los paisajes de montaña). De esta forma, el escritor caía en la cuenta de una paradoja (al destino le gustan las paradojas, decía Borges). Y la paradoja era la del cazador cazado. Hacia rutas salvajes bastó para que Krakauer fuera nombrado un Truman Capote de la crónica de viajes. Además de radiografiar con una distancia clínica una sociedad conformista y el mito del camino (que tiene su buen anclaje en dos ejes: el tema del peregrino y la búsqueda del padre), Krakauer mostraba una intrepidez y una persistencia en la búsqueda que coincidía con la fluidez de una prosa desprovista de adornos y flatulencias retóricas. En su caso, importa subrayarlo: literatura y experiencia carecen de una frontera discernible. Es decir, así como Capote canibalizó el periodismo en un nuevo género literario, la fiction non fiction, Krakauer siguió su lección con la crónica de viajes.

Volvió a la carga unos años más tarde con Mal de altura, sumándose a una expedición al Everest. Krakauer no se conformó con ser un escalador más de una expedición. Con un enfoque despellejado y una prosa neutra, narró, además de los accidentes y muertes de los escaladores, la depredación de un territorio, el Nepal, en función del consumismo de ricachos excéntricos sedientos de nuevas experiencias. Formidable parábola del ascenso como una mística, su metafísica no es ajena a un descenso: los enjuagues roñosos del negocio turístico que están devastando una naturaleza. Es decir, Krakauer refleja aquí la contracara de la cosmética a lo National Geographic. Mal de altura resulta, entonces, más que una crónica regida por la aventura, una denuncia ecológica.

En Por mandato del cielo, Krakauer es y no es el mismo de sus libros anteriores. Comprometido, al igual que Capote con los asesinos de A sangre fría, Krakauer sigue a sus mormones desde el doble asesinato de American Fork hasta la reclusión en una cárcel de máxima seguridad y la condena a fusilamiento. Krakauer se remonta a la formación de los asesinos y a la de sus antepasados. Tal como le había sucedido en Hacia rutas salvajes, sorpresivamente irrumpe su explicación de la búsqueda: “Debo confesar que el libro que están leyendo ahora no es el libro que comencé a escribir”, aclara. Sus compañeros de infancia, sus maestros, sus profesores de gimnasia fueron mormones. El joven Jon envidiaba las certezas y la fe del ambiente mormón. Desde entonces buscó comprender sus creencias, aunque en ocasiones le parecían exageradas. El libro que pretendía entonces escribir iba a titularse Historia y fe. Pero, al írsele de las manos, derivó en un documento histórico, periodístico, literario y narrativo, un experimento en el que ensayo y narración, a veces desarticulados en función de su objetivo desmesurado, lejos de patearle en contra, lo vuelven más magnético y estremecedor. Imprescindible para entender los Estados Unidos, el libro fue aclamado no sólo por la crítica de su país.

Detrás del doble asesinato cometido por los Lafferty está la historia pormenorizada de los mormones con su particular interpretación de las supersticiones de la Biblia y su desviacionismo especulador acorde a las conveniencias de colectividad cerrada. Ya en los orígenes de este grupo religioso se detecta, mediante la violencia pública y doméstica, la voluntad hambrienta de poder. La rama más fundamentalista de los mormones, en su afán expansionista, plantea el matrimonio plural como exigencia celestial, encubriendo una estrategia de dominación mundial. La reproducción de los creyentes, sostienen estos fanáticos, apunta a controlar el planeta entero. Multiplicarse y poblar hasta el último rincón, de esto se trata. Desde los tiempos de la conquista del Oeste y la épica del western hasta hoy, profetas virulentos, los fundamentalistas, autoproclamándose “santos”, primitivos y mesiánicos, usan ropa interior sagrada, pero practican el incesto, la paidofilia y el abuso como buenas y sanas costumbres dictadas por Dios. Así son ellos, los fundamentalistas que apenas se diferencian de los mormones visibles en sociedad, esos que cualquier lector puede cruzarse en la calle, siempre de a dos o tres, siempre pulcros, siempre camisa blanca, siempre saco y pantalón negros, siempre pelicortos, siempre pálidos, predicando su política. Aunque su visión del mundo y su ansia de poderío es similar, la diferencia entre ambas ramas no es un detalle menor: los fundamentalistas practican, por mandato divino, el matrimonio plural. El sometimiento y la humillación de mujeres y chicos, así como la victimización de esta colectividad que, en ocasiones, se basó en su exterminio y les justificó crueles venganzas posteriores, no excluye que la religión celebre el enriquecimiento personal y los resortes básicos del sistema capitalista. Krakauer pasa de la anécdota histórica al relevamiento sociológico, del relato de costumbres a los dramas, tragedias y crímenes, retrocede al pasado y vuelve al presente urdiendo una trama cruenta en la que cada historia se conecta con las otras, desplegando un arsenal narrativo donde no faltan tiroteos, ataques a caravanas, linchamientos, ceremonias y rituales siniestros. Lo increíble es que todo este material que se lee con vértigo y pavor es absolutamente real.

Según un comentario de Mario Vargas Llosa, “en nuestros días, sólo en ciertos países musulmanes fundamentalistas la religión absorbe a tanta gente y por tanto tiempo como en la patria de Walt Whitman”. Las fiestas sacras de los mormones, en su escenificación de El libro del mormón, no vacilan en apelar a un espectáculo coreográfico que no ahorra efectos especiales para educar a sus fieles con la música de Rocky. A ver si se entiende: un Woodstock gigantesco, pero con familias y chicos lookeados como empleados del mes en lugar de la ropa hippie, la fragancia del patchouli y la marihuana. En Por mandato del cielo hay tácitamente una lectura de lo norteamericano que va más allá de las citas: William James y Harold Bloom. Con su libro, Krakauer refiere por elevación las fobias que han recorrido la literatura norteamericana desde sus comienzos, una franja que puede iniciarse con Herman Melville (Moby Dick como texto demonológico) y alcanza en la actualidad a Stephen King (sus novelas de terror como representaciones del castigo). Krakauer no ha trazado sólo el itinerario religioso y político de los mormones. Porque este ensayo, por vía subterránea y complementaria, describe además la incidencia de una ideología que se expresa en una narrativa donde el reflejo de lo social proviene muchas veces de un eticismo que divulga la presupuesta lucha entre el Bien y el Mal.

Casi sobre el final, Krakauer describe: “Este es un país presidido por un presidente cristiano evangélico, George W. Bush, quien cree que él es un instrumento de Dios y define a las relaciones internacionales como un enfrentamiento bíblico entre las fuerzas del bien y del mal. El oficial jurídico más importante del país, el fiscal general John Ashcroft, es un seguidor a ultranza de una secta fundamentalista cristiana –las Asambleas Pentecostales de Dios–, que comienza cada día de trabajo en el Departamento de Justicia con una reunión de oración con su staff, se hace ungir periódicamente con óleo sagrado y suscribe una vívida visión apocalíptica del mundo que tiene mucho en común con las creencias milenaristas de los hermanos Lafferty y los residentes de Colorado City. El presidente, el fiscal general y otros líderes nacionales imploran con frecuencia al pueblo estadounidense que tengan fe en el poder de la oración, y que confíen en la voluntad de Dios. Eso es precisamente lo que hacíamos, dicen tanto Dan como Ron Lafferty, cuando derramaron tanta sangre en American Fork, el 24 de julio de 1984”.

Por mandato del cielo.
Jon Krakauer,
Traducción de Carlos D. Schroeder,
Colección Hechos reales, Emecé, 351 páginas.

Guillermo Saccomano

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