miércoles, octubre 11, 2006

Cartas en tiempos de e-mail

Hoy el cartero sólo trae malas noticias: la factura de gas o el vencimiento de la tasa municipal. Lejos quedaron los días en los que un sobre blanco con estampilla al dorso encerraba las saudades del amigo que vive lejos o las señales de la novia en viaje.

Ahora todo eso llega por e-mail. Y en dosis mínimas, como lo propicia este formato tan instantáneo como volátil. ¿Cómo descifrar, en el signo digital, si el amigo está tan bien como cuenta o si la novia regresará tan pronto como promete?

Habrá que aprenderlo, porque escribir cartas es un hábito en vías de extinción. Según un informe de la Comisión Nacional de Comunicaciones sobre el mercado postal, sólo una de cada cinco cartas que se envían corresponde a las llamadas simples, que los entendidos identifican como aquellas de índole personal. En los últimos cinco años, este tipo de correspondencia se redujo casi a la tercera parte en lo que respecta al correo oficial. Sin embargo, quienes creen que comunicarse mejor no es lo mismo que comunicarse más rápido todavía persisten y encarnan una suerte de obstinada resistencia.

Antonia Iurlina dejó la ex Yugoslavia y llegó a la Argentina en 1958. Desde entonces ha mantenido unida a su familia con las misivas que despacha a los puntos más distantes del globo, tal como lo han hecho tantos inmigrantes que bajaron de los barcos durante el siglo pasado. "Escribo cartas para estar con mis parientes. Porque cuando escribo me siento con ellos", dice.

Si el e-mail es el correlato de la realidad cuasi virtual en la que vivimos, la carta, en cambio, supone la presencia física de un trazo, el perfume del papel en el que fue escrita, y propone una intimidad de la que carece la instantánea efectividad de los mensajes digitales.

Con hermanos y sobrinos en Francia, Australia, Estados Unidos, Italia, Eslovenia y Croacia, Antonia, de 89 años, ha enviado desde entonces un promedio de siete cartas mensuales, y a lo largo de 45 años ha recibido tantas en respuesta que el baúl donde las guarda clasificadas ya no alcanza para contenerlas.

"Escribo en la cocina, durante horas. Me cargan: dicen que estoy redactando mi testamento. Pero yo quiero contarlo todo y la mano me corre sola", dice. Para aprovechar el papel -vía aérea fino, de block- escribe incluso en los márgenes, en sentido vertical.

Antonia tiene algo que hoy escasea: tiempo. O, mejor, la conciencia de que puede disponer del que le ha sido concedido. Escribir cartas supone un ritual no apto para estos días de vértigo, donde faltan remansos para sentarse a llenar una página en blanco y ejecutar ese acto de fe que es echarla en el buzón.

Las cartas que Antonia dispersó por el mundo en casi medio siglo trazan un inmenso fresco de las tristezas y alegrías de la vida doméstica: nacimientos, bautismos, cumpleaños, graduaciones, noviazgos, casamientos, muertes.

Ella escribe para la memoria. Porque las cartas han sido desde siempre preciosas fuentes para los historiadores y biógrafos, que abrevan en ellas para reconstruir las costumbres de una época o la vida de personajes célebres. Proust, Kafka o García Lorca han dejado en cartas sus vivencias y sus pensamientos más íntimos. Los e-mails, efímeros por definición, no se conservan.

Antonia legó su pasión a una de sus nietas, Julia, a fuerza de hacerle escribir desde chica frases mínimas ("tía, te quiero mucho") en las cartas que ella remitía a sus parientes lejanos. "Me contagió el hábito -dice Julia, de 28 años, licenciada en comunicación-. En mi caso, el e-mail sólo sustituyó al teléfono. A mis amigos les escribo."

Desde Beccar, Julia le escribe cartas a Rosa, que vive en Don Torcuato. Y su amiga responde del mismo modo. Adoptaron la costumbre hace años, cuando vivían a tres cuadras de distancia. "Me quedaba más lejos el correo que su casa", comenta Julia, que ha llegado a mandarle cartas a su marido, con quien

-vale aclararlo- comparte el mismo techo. "A veces le escribo mientras él estudia al lado mío -cuenta-. Para algún aniversario, para decirle algo importante o para sorprenderlo. Yo sé que la carta le llegará en tres días."

A diferencia del e-mail, las cartas encierran la inminencia de una revelación. Deben vencer una distancia real para llegar a destino -en la alforja de un emisario, en carreta, en barco, en avión-, y llevan implícita una dilación que potencia sus efectos.

"El ruido que hace una carta cuando la deslizan por debajo de la puerta es algo único", dice la actriz Claudia Lapacó, que mantiene viva su costumbre de cartearse con sus amigos en México, España y Canadá. "Tomarla y ver la letra manuscrita en el sobre es algo que siempre me ha conmovido."

Escribir una carta es para ella una ceremonia a la que se entrega cada vez que "un recuerdo, una mañana de sol o una tarde de lluvia" le disparan las ganas de contarle algo a una persona determinada. "No entiendo esas frases cortas y escuetas del e-mail que no dicen nada. A mí me gusta escribir cartas largas. Porque cuando uno se sienta frente al papel sabe dónde empieza, pero nunca dónde termina."

Parece cierto: ¿quién no ha dicho en una carta aquello que jamás se habría animado a confesar de viva voz?

El filósofo y escritor Santiago Kovadloff reconoce que el correo electrónico supera a la correspondencia tradicional en eso de la rapidez. "Pero la información urgente no es ni ha sido el contenido esencial de las cartas -señala-. La prueba es la existencia de los telegramas, destinados a ese fin. Por esa razón, entonces, no ha habido un reemplazo de la carta por el e-mail, sino lo que yo llamaría una claudicación o un abandono de la intimidad como objeto del tráfico epistolar. Esto empezó hace mucho, con el auge de la velocidad en desmedro de la lentitud."

En cualquier caso, aquí los carteros ya no son lo que eran. En sus comienzos, hace 24 años, Jorge Abalos distribuía hasta mil piezas por día. "Era otra cosa. En la zona donde hacía el reparto me conocían todos. Había una relación personal. Una mujer ya mayor, que no veía bien, me pedía que abriera las cartas y le leyera las noticias del hijo que vivía en España", recuerda.

Tras casi tres lustros trajinando calles, hoy a Abalos, de 45 años, puede vérselo trabajando puertas adentro, en la sección expedición del Correo Argentino, cuyo amplio salón, dicho sea de paso, presenta un aspecto desolador: está casi vacío.

Ahora Abalos no se moja los días de lluvia, pero extraña sus tiempos de cartero, cuando era recibido como un amigo que llega con algo que siempre se espera: las noticias -y las señales- de aquellos que viven lejos.

Héctor M. Guyot

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