Siempre pareció que Harold Pinter podía ser parte de Buenos Aires. Desde que, allá lejos, en los ‘60, Leopoldo Torre Nilsson (1924-1978) intentó poner en escena una obra del dramaturgo inglés y fue bajada rápidamente por la censura del general Juan Carlos Onganía, Pinter era porteño en parte. Nunca viajó, pese a sus buenas intenciones y una entusiasta invitación de la Fundación Somigliana. Ahora que ha estado enfermo y es Premio Nobel desde el jueves pasado, ¿quién sabe?
Harold Pinter, a los 75 años, es hoy, y lo dijo la Academia Sueca, el dramaturgo británico más importante del último medio siglo. Se sitúa a mitad de camino entre dos extremos brillantes, dado que si James Joyce metió todo en la creación literaria como para nunca más dejarle palabra libre disponible a nadie, y Samuel Beckett le sacó todo como para que la dramaturgia quedara liberada de las palabras, Harold Pinter usó el idioma en la medida y filos justos como para que una oración tuviera la fuerza penetrante de una daga. Es el estilo que en inglés ya se estableció como “pinteresque”, algo como decir “kafkiano” en otros contextos.
Llegó al teatro de Londres en la segunda mitad de los años ‘50. Judío de la periferia de la capital, inició su carrera como actor, oficio al que volvía cada tanto a lo largo de los años. A la actuación le debía la potente sonoridad de su voz, don que le permitía disimular su gran timidez.
Su éxito teatral comenzó con La habitación (The Room, 1957), y siguió con los más conocidos El cumpleaños (The Birthday Party, 1957), El elevador del restaurante (The Dumb Waiter, 1957), El sereno (The caretaker, 1959), La colección (The Collection, 1961), El amante (The Lover, 1962), El retorno a casa (The Homecoming, 1964), Traición (Betrayal, 1978), Un tipo de Alaska (A Kind of Alaska, 1982), Una copa para el camino (One for the Road, 1983), Polvo eres (Ashes to Ashes, 1996) y muchos más. Hacia fin del siglo XX el teatro londinense Donmar Warehouse, en Covent Garden, repuso Alaska, La colección y El amante, con éxito de salas llenas. Lo sorprendente de la actuación de Pinter y del conjunto en las tres obras era que parecía no haber pasado el tiempo, ni se había agotado el humor.
Esta entrevista, conversación, fue grabada en la ciudad de Bath, Inglaterra, un 16 de junio, el “Bloomsday” en la obra de James Joyce, y el único texto de las tres entrevistas que hice con él a lo largo de los años que se extiende. En el caso de las otras dos, Pinter pedía que la “revisáramos” juntos después de la desgrabación. Pinter luego releía lo que había dicho y ofrecía la opinión que “eso ya lo dijimos, cortá, está mal dicho, eso es reiterativo”, y el texto se iba reduciendo de a metro. Pinter atacaba el texto. Era un ejercicio fascinante como parte de la creación pero frustrante para el periodista que veía achicarse su gran entrevista. De un texto inicial de unas treinta carillas, presentadas en dos o tres pruebas de galera, quedaba apenas una hoja de revista. Entonces estaba satisfecho.
Más recientemente, en julio de 2003, ya cuando Pinter había enfermado, fui a su casa en Notting Hill Gate a conversar con su esposa, la escritora e historiadora Antonia Fraser, y Pinter me pidió que tradujera sus poesías, contenidas en un delgadísimo tomo publicado por la firma Faber. Si bien siempre había escrito poesía, en los últimos años Pinter se calificaba cada vez más como “dramaturgo y poeta”. Si bien hasta hace cinco días la poesía de Pinter no despertaba mucha curiosidad, la edición bilingüe está en manos de Ediciones de la Flor y se halla próxima a ser editada.
Nuestra relación en torno de la poesía data de hace tiempo. En 1992, siendo director de la revista especializada inglesa Index on Censorship, me sugirió que publicáramos su poema “Fútbol norteamericano”, ahora incluido en el libro Guerra que sacó Faber de Londres y ahora sacará De la Flor. La poesía se refería a la primera guerra del Golfo, que Pinter también condenó. A pesar de su fama, los grandes diarios rechazaron el poema. Index se la publicó. Algunos días después de la edición nos presentamos, con Pinter, el escritor John Berger, y el autor chileno Ariel Dorfman, como integrantes del panel en una conferencia en el Royal Geographic Society. Fue impresionante cómo varias personas en el público nos atacaron, a Pinter y a mí, por ese poema que era descripto como una vergüenza y algo asqueroso. Y pocos días después, la Sra. Barbara Amiel, entonces columnista del Sunday Times, luego esposa del ahora ex dueño del Daily Telegraph, Conrad Black, nos dedicó un agresivo análisis que nos tenía jaqueados durante semanas, para eterno deleite de amigos y entretenimiento de mi hija Isabel, a quien Pinter quería mucho.
Nuestros caminos se cruzaron en Londres, en los años ’70, en el curso de protestas y marchas por los derechos humanos y los escritores presos en todo el mundo. De ahí nació un grado de amistad que permitió hacer la primera de las tres entrevistas, su historia y visión de Nicaragua en febrero de 1988, donde había acudido invitado por Daniel Ortega y Rosario Murillo. A continuación, la charla más larga y más reciente, que retiene una frescura y una actualidad que es común a toda su obra.
¿Qué hace que su obra Polvo eres (puesta en Buenos Aires en el Babilonia en 1997) se pueda trasladar de un idioma a otro con facilidad?
–No sé. Un grupo holandés la presentó en Glasgow (la dirigí en holandés en Amsterdam hace algún tiempo). Ha sido presentada en español, en polaco, en francés y en checo. Estoy más que satisfecho. Pero no puedo decir que “viajan” bien mis obras. En Polvo eres quizás haya algo que provoca una reacción profunda en la gente. La mujer está aturdida por hechos que la superan, aun cuando los experimentó. Debe haber algo en cierto público que comparte la preocupación del personaje por lo que pasa en esta pesadilla de mundo en que vivimos. El hombre en Polvo eres prefiere no enterarse. Por eso se siente tan molesto por ella. Todos enfrentamos tremendas dificultades. Alguna gente puede vivir indiferente a ellas (aun las que afectan a nuestras relaciones y la forma en que vivimos). Pero yo no las puedo ignorar.
Dos obras suyas sobre la represión y que tuvieron mucha repercusión internacional son Un trago para el camino (One for the Road, 1984) e Idioma de la montaña (Mountain Language, 1988). Aunque una fue inspirada por casos de torturas en Turquía se la asoció con gobiernos de América latina.
–Esas obras se reponen en todo el mundo, donde sea posible, naturalmente. La experiencia (de la tortura de detenidos) es común a muchos países. Amnistía Internacional aún registra que hay 92 países (en 1998) en donde se practica la tortura. Por supuesto, esos países lo niegan. Declaran simplemente que su legislación prohíbe la tortura. Esa lista de países incluye a Estados Unidos.
¿Cómo se combate esto?
–La tortura supuestamente no existe porque un acuerdo internacional la prohíbe. Ahí termina el debate. Está prohibida, por lo tanto no existe. Hay una tendencia a olvidar a la gente que es torturada cuando está detenida. ¿Qué les sucede? Si salen, pueden quedar lisiados. O se mueren. A la gente no le importa demasiado. Turquía es una vergüenza. El gobierno y los militares en Turquía son una vergüenza. Pero pienso que el apoyo que reciben, como el de Estados Unidos y el del Reino Unido, es una vergüenza aún mayor porque gira en torno del comercio. Les vendemos armas y les acordamos créditos para mantener a los torturadores. Lo que sorprende es que Turquía tiene el mayor número del mundo de periodistas perseguidos. Si un periodista dice que los kurdos son gente inteligente e íntegra, comete un delito y es acosado. Mientras hablamos hay una persona que irá a prisión en Turquía por decir que un jefe kurdo es respetable. A la gente sólo se le permite decir que el kurdo es un terrorista.
Buena parte de su teatro está en español y usted es bien conocido en Buenos Aires.
–Es extraño. Jamás intentaría explicar por qué es así. Mis obras se presentan en la mayoría de los idiomas del mundo. No entiendo las traducciones, aunque las hago revisar en Londres. Lo que sí he notado últimamente es que La colección (The Collection, 1961) y El amante (The Lover, 1962), a pesar de haber sido escritas hace varias décadas, no parecen fuera de época cuando se presentaron en el Donmar Warehouse (en Londres, en la primera mitad de 1998).
Cuando la gente se ríe de un chiste, se identifica con el sentido del humor, que cambia con los años. Pero el humor en esas dos piezas no ha perdido vigencia. Es extraño que lo que causaba gracia en los años ‘60 aún produzca risas.
–Esto se hizo evidente sólo ahora con esas obras. Nunca antes me pregunté si una obra mía había pasado o no de moda. A propósito de épocas y de traslados, he sido invitado a Buenos Aires y tengo muchos deseos de ir. Es un gran proyecto para mí y lo tengo que pensar. Pero me encantaría visitar la Argentina. Me siento atraído por América latina en general, he estado en Nicaragua en 1988, años duros, de acoso por Estados Unidos y el presidente Reagan, y me interesan varios frentes y lugares en Centro y Sudamérica. Lo que he aprendido de historia de América en el siglo XX me ha dejado una profunda impresión. La región es tratada con indiferencia por la prensa inglesa y europea.
Le iba a preguntar cuán activo es políticamente.
–Sigo activo, aunque envejeciendo. (se ríe.) Hay un testimonio político en algunas de mis obras más viejas. Pero en estos últimos tiempos he estado agitando pancartas frente a Whitehall (central del gobierno británico) y en Downing Street (domicilio oficial del primer ministro), cuando los norteamericanos y los británicos iban a bombardear a Irak (en abril de 1998). Estuve en esas protestas, y también en radio y televisión.
¿Qué más hizo durante esa crisis?
–Fui elegido como la voz del disenso que era presentable en el aire, como si no hubiese otra. Por televisión tarde a la noche y en radio temprano por la mañana siempre tenía dos voces en contra. Por lo general, la producción pone frente a la cámara a dos opiniones enfrentadas, en este caso la mía y la de un columnista rival. Pero durante la crisis también tenía a los conductores de los programas en contra y eran muy agresivos. Me pedían que justificara mi opinión de que un bombardeo era un acto criminal, que contra todo acuerdo internacional, aviones norteamericanos y británicos dejaran caer bombas sobre 150.000 civiles. Los que me entrevistaban estaban calientes, entre ellos los principales noticieros. Era aberrante.
¿Qué querían con tanta presión?
–Querían el bombardeo a toda costa. Creo que en muchos casos los gobiernos están a la altura de los hooligans (barrabravas) del fútbol. La violencia se les sube a la cabeza. Se emborrachan de violencia. Estoy seguro de que esto estaba en la esencia de la posición del gobierno británico. No hay que olvidar que el gobierno laborista nunca tuvo oportunidad de bombardear a nadie ya que estuvo fuera del poder desde 1979. Ahora nuestros dirigentes parecían advertir a Irak que si no se cuidaba se la iban a dar. Era así, les encantaba la idea. Al fin tendrían la oportunidad. Debo decir que siento un profundo rechazo por los adictos al poder en el gobierno.
¿Cómo se siente respecto del nuevo laborismo de Tony Blair?
–¡¿Cómo cree que me siento?! Pienso que está en vías de ser un gobierno traidor. Hay cosas en las que uno tiene derecho a esperar que los laboristas sean mejores. Claro, también hay que reconocer que son mejores que el gobierno conservador. Pero no se puede decir mucho más. A mí me fascina observar lo que un gobierno retiene del régimen anterior. En Inglaterra, aquel horrendo ministro del Interior Michael Howard (conservador, en el gobierno de John Major), introdujo legislación que es verdaderamente represiva y da enorme poder a la policía, a las fuerzas de seguridad. El laborismo no ha anulado ninguna de esas leyes. La policía puede instalar escuchas donde quiera, puede detener a la gente en la calle y revisarle un bolso. Eso no está lejos de un Estado policial. El Reino Unido no es un Estado policial, pero ha adoptado varias de sus características.
Pero el Reino Unido siempre se ha caracterizado por su pragmatismo humanista. No puede haberse perdido eso.
–Espero que no. Pero el concepto de poder policial aquí es mucho más sutil que en la Argentina. Recuerdo que, en junio de 1997, luego de la devolución de Hong Kong a China, hubo gente que se me acercó lamentando que algo terrible iba a suceder. Los chinos habían decretado que las manifestaciones pro democracia requerían permiso policial. Inglaterra siempre ha requerido permiso policial para cualquier reunión callejera de más de veinte personas.
Su crítica está dirigida centralmente contra los gobiernos.
–La responsabilidad del gobierno es preeminente. Y en estos tiempos también lo es la responsabilidad de Estados Unidos. Ellos engendraron, subsidiaron, alentaron y apoyaron sistemas que fueron horrendas dictaduras militares. A EE.UU. le pareció lo correcto. Ahora Washington simula que nada de eso ocurrió. Si se forma un tribunal internacional para juzgar crímenes contra los acuerdos internacionales, EE.UU. tendría que ser un acusado. Pero las potencias del mundo no lo permitirán. Lo mismo pasaría con Gran Bretaña. Y yo no veo que esto cambie. Tenemos una Corte Internacional en La Haya que no logró nada. No hay forma de que EE.UU., o China, por caso, permitan que una Corte los halle culpables. No serán acusados.
Entonces, ¿adónde enfoca sus esfuerzos?
–Contra la hipocresía. Hay tanto cinismo e hipocresía política en el mundo que hay que llamar la atención sobre eso. Uno de los problemas de la sociedad actual está ejemplificado en una charla que di en Cardiff (Gales) ante unas doscientas personas de la universidad. Un hombre se puso de pie y dijo que estaba de acuerdo con lo que yo decía, pero que él era profesor y no lo podía decir. Admitió que no sería cesanteado, pero “perdería toda oportunidad de ascender si expresara opiniones que se consideran inaceptables”. Hubo consenso en que, si uno ocupaba un puesto académico, había que someterse a la línea del establishment. Mi situación es la de un hombre de suerte. A mí nadie me despide de ningún empleo. Pero veo mucha presión sobre la gente que no se adecua al statu quo.
¿Cómo se siente respecto de la prensa inglesa?
–Es selectiva en lo que decide publicar. Parecería haber un acuerdo tácito en la prensa que la Argentina, por ejemplo, no tiene importancia, excepto durante el Mundial u otra distracción especial. No importa lo que sucede en Turquía. Y Timor Oriental sólo volvió a ser noticia porque la economía de Indonesia estaba en ruinas. Pero Timor fue invadida en 1975. El entonces presidente de EE.UU. Gerald Ford y su secretario de Estado, Henry Kissinger, estaban entonces en Yakarta de visita. Vieron al presidente Suharto, regresaron a Washington y casi de inmediato Indonesia invadió Timor Oriental y mató a 200.000 personas. Ford y Kissinger deben haber sabido lo que estaba por ocurrir. ¿Qué opino de la prensa? ¿Qué opino de Kissinger? La prensa no dice que Kissinger es responsable de asesinato masivo, que es el mismo personaje que recibió el Premio Nobel por el acuerdo israelí-egipcio entre Begin y Sadat. La prensa no lo presenta así.
Sin embargo, la prensa londinense se hizo eco de su protesta.
–En parte. Durante la amenaza de bombardeo contra Irak escribí una “Carta abierta al primer ministro” (Tony Blair). La escribí en un tono irónico, di abundantes datos sobre el uso de armas químicas en el mundo, incluyendo el desfoliante Agente Naranja. Terminé la carta diciendo: “Ah, nos encantó cuando el laborismo ganó las elecciones (en 1997)”. The Guardian no tituló el artículo “Carta abierta...” sino “Escritor enfurecido...” ¿Cómo pudieron decir que la ironía era furia? Sentí que me estaban tildando de loco rabioso. Era una falsa representación. De esa forma el periódico y los periodistas son negligentes con sus responsabilidades. A los periodistas en Inglaterra no parece importarles. La prensa refleja una conspiración en la que participan el gobierno, las empresas y los medios. El gobierno vende armas a Turquía. Los medios publican publicidad que promueve el turismo en Turquía.
¿Cómo reacciona la gente ante sus opiniones y sus obras?
–Creo que se debería hacer un estudio sobre la naturaleza de los públicos en el teatro. Se necesitaría una investigación que describa las diferencias entre un grupo de gente y otra. Una noche, el público está alerta, es inteligente... A la noche siguiente se instala un público temeroso, ansioso, petrificado... ¿Qué es lo que hace que un auditorio de 270 personas (la capacidad del Donmar Warehouse, en Covent Garden, Londres) sea tan diferente de los 270 del día siguiente? Cierta química unifica a la gente en una masa. ¿Cómo comienza el aplauso? Eso le daría trabajo de por vida a alguien que supervisa doctorados. Cuento una anécdota. Es mi favorita acerca del público. En 1967 se estrenó mi obra Regreso a casa (The Homecoming, 1964) en Broadway. Cuando subía el telón, nos dimos cuenta de que el público era de tapados de visón y de empresarios. Empresarios, tapados en visón... A partir de los primeros 30 segundos, odiaron lo que veían. Les disgustaba el escenario, la imagen de los actores... Odiaban todo. Era una de esas noches en que uno dice: “Dios, ¿por qué estoy aquí?”. Y odiaron todo a medida que avanzaba la obra. Lo sorprendente es que los actores comenzaron a odiar al público más aún. Los actores se hicieron más feos y más mezquinos. Cuando cayó el telón, el público estaba exhausto... derrotado. El poder de los actores en el escenario había derrotado a un auditorio beligerante. Me alegró muchísimo.
Usted es un escritor de quien se puede decir que es combativo...
–Quisiera decir que sería lindo que pareciera que siempre estoy peleando y llevo la delantera. Pero muchas veces me agota la injusticia del mundo. Me siento profundamente frustrado. Esas fuerzas, del gobierno, las empresas, los medios, son tan poderosas... Recuerdo una frase del colegio que describía lo absolutamente inútil: “Como rajarse un pedo por una cerradura”. ¿Se puede pensar en algo más ridículo? Representa lo totalmente insignificante. Yo hago cosas que para mí tienen significado, pero por el resultado no lo parecen. ¿Cómo se logra que un gobierno acepte la razón? Algunas veces buscar una explicación es tan frustrante...
¿Qué es peor: pelear sin éxito o reconocer la frustración?
–Las frustraciones son parte de la lucha. Sería estúpido o demasiado idealista pensar en ganar contra rivales tan fuertes.
Andrew Graham-Yooll
lunes, octubre 09, 2006
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