“En 1984, Orwell no escribió una profecía sino una historia futurista de terror que contenía una advertencia política. Divisó un enorme cambio en el futuro con consecuencias horrendas para todos; yo intenté fabular sobre un pequeño cambio en el pasado con consecuencias horrendas para unos pocos. El imaginó una distopía; yo, una ucronía.”
En diciembre del año 2000 estaba leyendo las pruebas de la autobiografía de Arthur Schlesinger y me sentí especialmente atraído por su descripción de los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de los años ’30 y principios de los ’40, sucesos que incidieron en su juventud, primero durante sus viajes por Europa y, también más tarde, de regreso a Cambridge, Massachusetts.
A mí también me habían afectado aunque, por aquel entonces, apenas era un niño. El ancho mundo penetraba en nuestro hogar a diario a través de los boletines radiofónicos que mi padre escuchaba con regularidad, de los periódicos que traía a casa al final del día y de las conversaciones que mantenía con amigos y familiares –que mostraban su tremenda preocupación por lo que tenía lugar en Europa y aquí, en Norteamérica–. Antes incluso de ir al colegio, algo sabía ya acerca del antisemitismo nazi y del norteamericano, atizado, de una u otra manera, por figuras eminentes como Henry Ford y Charles Lindbergh, quienes, por aquellos años, junto con estrellas de cine como Chaplin o Valentino, se contaban entre las mayores celebridades del siglo a escala internacional. El genio del motor a combustión, Ford, y el as de la aeronáutica, Lindbergh –y el pastor nacional de la propaganda antisemita, el cura locutor Charles Coughlin-eran anatemas para mi padre y su círculo de amistades. Prácticamente nadie en nuestro barrio judío poseía un Ford, pese a ser el coche más popular del país.
Me topé con una frase en la que Schlesinger comentaba que hubo algunos republicanos aislacionistas deseosos de promover a Lindbergh como candidato a la presidencia en 1940. Eso era todo cuanto había, esa única frase sobre Lindbergh y un hecho del que no tenía conocimiento. Esto me hizo pensar qué habría pasado si lo hubieran hecho, y anoté la pregunta en el margen. Entre la escritura de ese interrogante y el libro finalizado transcurrieron tres años de trabajo, pero así nació la idea.
LA RESPONSABILIDAD INELUDIBLE
Sin embargo, la mayor recompensa al escribir la historia y lo que le otorga su pathos no fue la resurrección de mi familia hacia 1941 sino la invención de la familia que vive en el piso de abajo, los trágicos Wishnow, en quienes el peso del antisemitismo recae con toda su fuerza. La invención, particularmente, del benjamín de los Wishnow, Seldon, ese niño agradable, solitario y menudo de tu clase al que siempre evitabas, cuando tú también eras niño, porque exigía de ti una forma de amistad que alguien de su misma edad no podía soportar. El es la responsabilidad de la que no te puedes desprender. Cuanto más deseas perderlo de vista, menos puedes, y cuanto menos puedes, más lo deseas. Y que el pequeño de los Roth quiera sacárselo de encima es lo que conduce a la tragedia del libro. Seldon Wishnow no es, como Philip, el pequeño de los Roth, un simple niño de 9 años que se enfrenta demasiados problemas, sino la figura más trágica del libro, un confiado niño norteamericano que sufre una experiencia cercana a la de los judíos europeos. No es el chico que sobrevive a la confusión para contar el relato sino aquel cuya infancia es destruida. Es quien enlaza lo trivial con lo trágico en el libro; lejos de limitarme, su presencia me brindó la latitud.
ORWELL Y YO
El libro arrancó de manera inadvertida, al modo de un experimento improvisado. No lo tenía en la cabeza ni era el tipo de obra que pretendía escribir. El tema, por no hablar del método, jamás se me habría ocurrido por mí mismo. Con frecuencia escribo sobre cosas que no acontecieron, pero nunca sobre hechos históricos que no tuvieron lugar. En aquellos tiempos existieron la institucionalizada discriminación antisemita de la jerarquía protestante; el virulento odio hacia los judíos del Bund germano-norteamericano y del Frente Cristiano; la repugnante supremacía cristiana predicada por Henry Ford, el padre Coughlin y el reverendo Gerald L.K. Smith; el ocasional desprecio a los judíos expresado por periodistas como Westbrook Pegler y Fulton Lewis, y el antisemitismo ciegamente narcisista y ario del propio Lindbergh. Pero en Estados Unidos no triunfaron, si bien muchas de las cosas que no acontecieron aquí sí lo hicieron en otros lados. El y si... de Norteamérica fue la realidad de otros. Todo lo que he hecho ha sido despojar el pasado de su fatalidad, mostrando cómo las cosas podrían haber sido diferentes.
Pero no disponía de modelos literarios para recrear el pasado. Estaba familiarizado con títulos que imaginaban el futuro, sobre todo con 1984, pero, por mucho que lo admire, no me tomé la molestia de releerlo. En 1984 –escrito en 1948 y publicado un año después–, Orwell presupone una gigantesca catástrofe histórica que vuelve su mundo irreconocible. Tanto la Alemania hitleriana como la Rusia stalinista brindaban modelos anclados en el siglo XX para semejante catástrofe. Sin embargo, mi talento no está hecho para fabular sobre eventos a gran escala. Proyecté algo pequeño, lo suficientemente pequeño para ser creíble, o al menos eso esperaba; algo que hubiese podido ocurrir en las elecciones a la presidencia norteamericana de 1940, momento en que el país estaba ferozmente dividido entre republicanos aislacionistas –quienes, no faltos de razón, no querían formar parte de una segunda guerra europea, y que con probabilidad representaban a una ligera mayoría de la población– y demócratas intervencionistas –que no necesariamente deseaban ir a la guerra, mas pensaban que Hitler debía ser detenido antes de que invadiera y conquistara Inglaterra, y Europa acabara siendo por entero fascista en sus manos–. Willkie no era el republicano llamado a vencer a Roosevelt en 1940, porque él mismo era intervencionista. Pero, ¿y si Lindbergh se hubiese presentado? Con su aura joven y varonil. Con todo su glamour y su celebridad, encarnación práctica del primer gran héroe norteamericano que deleitó al país en el marco de la emergente sociedad del espectáculo. Y con unas inamovibles convicciones aislacionistas que lo comprometían a mantener nuestra nación fuera de esa horrible contienda... No creo inverosímil un resultado electoral como el que propongo en el libro: Lindbergh privando a Roosevelt de su tercer mandato. Orwell estaba lejos de la plausibilidad al dibujar el mundo como lo hizo, pero era consciente de ello. Su libro no era una profecía. Era una historia futurista de terror que contenía, por descontado, una advertencia política. Orwell divisó un enorme cambio en el futuro con consecuencias horrendas para todos; yo intenté fabular sobre un pequeño cambio en el pasado con consecuencias horrendas para unos pocos. El imaginó una distopía; yo, una ucronía.
EL ANFITRION DE VON RIBBENTROP
¿Por qué elegí a Lindbergh? Reitero que no era descabellado verlo como candidato y vencedor electoral. Pero lo postulé como líder político en una novela en la que deseaba que los judíos norteamericanos sintiesen la presión de una genuina amenaza antisemita. Lindbergh se distinguió no sólo por su aislacionismo sino por su actitud racista hacia los judíos –que se refleja de forma nada ambigua en sus discursos, diarios y correspondencia–. En el fondo de su corazón, Lindbergh creía en la supremacía blanca y –dejando a un lado casos aislados de amistad con judíos sueltos, por ejemplo Harry Guggenheim– no consideraba a los judíos, tomados como grupo, en un mismo plano de igualdad genética, moral o cultural que los nórdicos blancos como él, y tampoco ciudadanos norteamericanos deseables, si no era en pequeñas cantidades. Todo esto no significa que, si hubiera llegado a la presidencia, se habría vuelto contra ellos y los habría perseguido abiertamente, pero el caso es que tampoco procede así en mi novela. En ella no importa tanto lo que hace (que es muy poco: firmar el pacto de no agresión con Hitler pocas semanas después de la toma de posesión, dar luz verde a una embajada nazi en Washington y, un año después, ejercer de anfitrión junto a su esposa en una cena oficial en honor de Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Hitler) como lo que los judíos norteamericanos sospechan, con acierto o no, que sería capaz de hacer, a la luz de sus declaraciones públicas, más concretamente su vilipendio de los judíos, en el transcurso de una intervención radiofónica nacional, cuando los definió como belicistas extranjeros indiferentes a los intereses de Estados Unidos. Este discurso lo ofreció en Des Moines el 11 de septiembre de 1941 en el marco de un mitin de la campaña América Primero; en mi libro lo adelanté un año, pero no alteré su contenido ni su impacto.
KAFKA Y YO
Algunos lectores van a desear tomarse este libro como un roman à clef sobre el momento actual que atraviesa Norteamérica. Eso sería un error. Me propuse hacer exactamente lo que he hecho; reconstruir cómo podrían haber sido los años que van de 1940 a 1942 en el caso de que Lindbergh, en vez de Roosevelt, hubiese sido escogido presidente en las elecciones de 1940. No estoy fingiendo estar interesado en aquellos dos años, realmente lo estoy. Resultaron turbulentos en Estados Unidos porque fueron catastróficos en Europa. Todos mis esfuerzos imaginativos se encaminaron a reflejar esa realidad con plena intensidad, y no tanto para iluminar el presente a partir del pasado sino para iluminar el pasado a partir del pasado. Quise situar a mi familia frente a esta contingencia, imaginar precisamente cómo habría reaccionado en el caso de que la historia hubiese salido de la forma desviada en que la he presentado en el libro, y se hubiese visto superada por las fuerzas que he dispuesto contra ella. Fuerzas dispuestas contra ella entonces, no ahora.
Los libros de Kafka jugaron un papel relevante en la imaginación de los escritores checos que se opusieron al gobierno títere de Rusia en la Checoslovaquia comunista de los años ’60 y ’70, un fenómeno que alarmó al gobierno y lo llevó a prohibir la venta y la discusión de sus obras, que retiró de los estantes de las librerías. Obviamente no había sido con la intención de inspirar a esos futuros escritores que Kafka había escrito El proceso y El castillo a principios del siglo XX. La literatura da lugar a todo tipo de usos, tanto públicos como privados, pero uno no debe confundir esos usos con la realidad que un autor ha conseguido esforzadamente verter en una obra de arte. Dicho sea de paso, aquellos escritores praguenses eran bien conscientes de estar violando con plena voluntad la integridad de la implacable imaginación de Kafka, pese a lo cual siguieron adelante –y con toda su energía– con la explotación de sus libros, y se sirvieron de ellos para sus propósitos políticos durante una terrible crisis nacional.
El libro incluye un epílogo de veintisiete páginas con condensada información histórica y biográfica, lo que yo llamo la “verdad cronológica” de aquellos años. Ninguna otra de mis obras ha adjuntado nada que se parezca a este furgón de cola, pero me sentí obligado a señalar dónde las vidas y hechos auténticos habían sido claramente manipulados en pro de mis intenciones ficcionales. No deseo que en la mente del lector se produzca confusión alguna acerca de dónde acaban los hechos históricos y empieza la imaginación, de forma que, en el epílogo, ofrezco un breve informe de aquella época tal y como fue. Quiero dejar claro que no he arrastrado a figuras históricas reales, bajo sus propios nombres, a mi relato, atribuyéndoles puntos de vista gratuitos o forzándolos a comportarse de forma reprobable (sí inesperada, sorpresiva, bella, chocante, pero no reprobable). Charles Lindbergh, Anne Morrow Lindbergh, Henry Ford, el alcalde La Guardia, Walter Winchell, Franklin Delano Roosevelt, el senador de Montana, Burton Wheeler; el secretario de Interior, Harold Ickes; el gángster de Newark, Longy Zwillman; el rabino de Newark, Joachim Prinz... Yo tuve que creer que, dadas las circunstancias que había imaginado, cada uno de ellos bien podría haber hecho o dicho algo muy similar a lo que les hice hacer o decir; de lo contrario, no podría haber escrito el libro. Presento 27 páginas de evidencia documental que respaldan una irrealidad histórica de 362, con la esperanza de alejar al libro de la fábula.
CUANDO LA EPICA ES DESASTRE
La historia pide cuentas a todos, lo sepan o no, les guste o no. En libros recientes, incluyendo el presente, he tomado este simple hecho de la vida y lo he magnificado, a la luz de los momentos críticos que he atravesado como norteamericano del siglo XX. Nací en 1933: el año en que Hitler llegaba al poder, Roosevelt inauguraba su presidencia, Fiorello La Guardia era escogido alcalde de Nueva York y Meyer Ellenstein se convertía en alcalde de Newark –el primer y único alcalde judío de mi ciudad–. De niño, en el aparato de radio de la sala de estar de mi casa, escuchaba las voces del Führer y del norteamericano padre Coughlin lanzando sus diatribas antisemitas. Combatir y ganar la Segunda Guerra Mundial fue el gran tema nacional entre diciembre de 1941 y agosto de 1945, en el corazón de mis años escolares. La Guerra Fría y la cruzada anticomunista ensombrecieron mis años de instituto y universidad, de la misma forma que el descubrimiento de la monstruosa verdad sobre el Holocausto y el inicio del terror de la era atómica. La guerra de Corea, que acabó poco antes de que fuera llamado a filas, y la de Vietnam, con todo el revuelo doméstico que desencadenó –junto con los asesinatos de líderes políticos norteamericanos– monopolizaron mi atención cada uno de los días en que estuve en la treintena.
Y ahora Aristófanes, que seguramente debe ser Dios, nos ha dado a George W. Bush, un hombre incapacitado para llevar adelante una ferretería y mucho menos una nación como ésta. El me ha reafirmado en la máxima que ha sobrevolado la escritura de todos mis libros y que ha convertido nuestras vidas como norteamericanos en tan precarias como las de cualquiera: todas las garantías son provisionales, incluso aquí, en una democracia con doscientos años de vida. Pese a contar los norteamericanos con una poderosa república armada hasta los dientes, estamos en una emboscada tendida por la imprevisibilidad de la historia.
¿Puedo concluir con una cita de mi libro? “Lo implacablemente imprevisto, que había dado un vuelco erróneo, era lo que en la escuela estudiábamos como historia, una historia inocua, donde todo lo inesperado en su época está registrado en la página como inevitable. El terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia, que transforma el desastre en épica.” Al escribir estos libros he intentado reconvertir la épica en desastre, tal y como lo padecieron –sin conocimiento previo, sin preparación– personas cuyas expectativas como norteamericanos, si bien ni inocentes ni ilusorias, se encaminaban a algo muy diferente de lo que obtuvieron.
PHILIP ROTH
miércoles, octubre 11, 2006
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