Pasó hambre, frío y desamparo en su primera infancia. Era el menor de ocho hermanos, hijo de inmigrantes napolitanos que no lograban llenar todos los platos de la mesa familiar. Será por eso que a los siete años fue entregado a un circo donde creció a los golpes, en el más estricto sentido de la palabra. Con una crueldad disfrazada de rigor fue entrenado para lucirse como equilibrista en las alturas de la carpa del circo Anselmi, pero dos tremendos porrazos lo obligaron a cambiar el foco de su vida.
Cuando se reinventó como payaso, el compañero con el que conformó durante años un exitoso dúo se marchó lejos con una mujer y Biondi tuvo que aprender a hacer reír en soledad.
En Cuba, donde fue sensación mucho antes que en su país, la República Argentina, fue víctima afortunada de un resonante secuestro por parte de la guerrilla castrista durante las decadentes postrimerías de Fulgencio Batista. Los futuros dueños vitalicios de la isla no se atrevieron a tocarle un pelo. Tampoco era fácil hacerlo: no le quedaban muchos, pero solía disimular su calva debajo de graciosos peluquines despeinados.
Aunque regresó a la Argentina temeroso de fracasar, ningún otro artista hasta ahora logró arrancarle el liderazgo de su tremendo rating (66,2 puntos, en 1962), pero once años en la cúspide de la popularidad (1961 a 1972) no bastaron para que Canal 13, que se benefició tanto cobijándolo durante todo ese tiempo, lo mimase en su ocaso y le diera una salida un poco más decorosa.
Sufrió nueve operaciones cardíacas, dos infartos y tras trajinar tantos caminos por América latina, hace treinta años -que se cumplieron el martes último-, buscó el eterno reposo del más allá.
La huella que el gran Pepe Biondi ha dejado en los corazones de quienes crecimos bajo su angelical reinado es, enhorabuena, indeleble a pesar del tiempo transcurrido. Los chicos de hoy, expuestos al bombardeo sexista y procaz que la televisión abierta vomita diariamente sin parar sobre ellos en cualquier horario, carecen, lamentablemente, de ese vigoroso y espectacular bálsamo de humanismo, ternura, corrección, ingenio y gracia inmaculada que, puntualmente, cada viernes, a las 21.30, durante escasa media hora, recibíamos desde su inolvidable "Viendo a Biondi" quienes lo éramos en la década del 60. Ayer a la tarde, durante tres horas y media, el canal de cable Volver emitió una selección de aquellos memorables programas que aun desde su precario blanco y negro y de una candidez que hoy, paradójicamente, resulta mala palabra, lucen todavía sólidos y competitivos, como clásicos que el tiempo no ha logrado corroer.
Pero aquello lejos estuvo de ser producto de la casualidad y, mucho menos de la improvisación. Como nadie, por entonces, se podía salvar en la TV apelando a efectismos, golpes bajos o diálogos subidos de tono como ahora, no quedaba otra que trabajar duro y parejo para conseguir la estima de la audiencia.
Así lo cuentan Elbio Tomassini y Matías Babino en su libro "¡Patapúfete! Vida y obra de Pepe Biondi" (edición de los autores, Buenos Aires, 1996): "Los jueves por la noche -detallan- se reunía con los guionistas [nota de la redacción: Golo y Guille] para polemizar, esbozar nuevos gags y criticar a mansalva el esquema ya preparado. Cuando más o menos tenían noción de cómo serían los sketchs (dos por programa), concluían la sesión. Tres días después, ellos lo tenían escrito. El lunes por la mañana se solía realizar una reunión para corregir posibles desprolijidades. Ensayaban los libretos todos los días en una casa de velatorios de Constitución. El miércoles, los actores debían tener perfectamente memorizadas sus partes. El objetivo de este ensayo era marcar los movimientos y la ubicación del decorado único, que era filmado por dos cámaras. Biondi no toleraba "lagunas" ni "morcillas" (agregados de momento, no incluidos en el libreto). El segundo ensayo tenía lugar el jueves. Los viernes, a las cuatro de la tarde, se hacían las pruebas de cámara, se maquillaban y ultimaban detalles para el ensayo general de las siete y media, sin cámara. Por último, hacían dos ensayos más por cada sketch con cámara, y salían al aire..."¡¡¡en vivo!!!
La desopilante galería de personajes de Biondi -Pepe Galleta ("el único guapo en camiseta"), Pepe Curdeles ("abogado, jurisconsulto y manyapapeles"), Narciso Bello ("beldad de fama universal") y tantos más- no consistía en burdas imitaciones. Estas eran delicadas pero agudas caricaturas sociológicas de tipologías cotidianas llevadas al absurdo ingenuo. Lo gestual y el bocadillo preciso, complementados por frases que hicieron historia -"¡Qué suerte para la desgracia!", "¡Qué fenómeno, m´hijo!" y la payasesca onomatopeya "¡patapúfete!", con que remataba cada esquicio- terminaron por "imantar" hipnóticamente a la audiencia frente a su ciclo durante sucesivas temporadas.
"El público de todas las latitudes -Biondi dixit- es igual, siempre y cuando se le brinden sanos motivos de risa, que la comicidad se haga sobre la base del actor mismo y no burlándose del prójimo. Lo que hacemos es trabajar una idea para que, desarrollada como sketch, tenga los tres ingredientes fundamentales a fin de que produzca el efecto buscado: situación, chiste y final. Para hacer reír necesito la cara y un buen chiste; la cara la tengo, pero el chiste tengo que buscarlo todos los días, porque sin un buen libro no hay cómico que valga".
Laborioso, austero, muy familiero, Pepe Biondi nunca se mareó con el éxito colosal que tuvo en niveles a los que nadie llegó todavía y, aun así, se mantuvo fiel a Goar Mestre, que primero lo introdujo en la televisión cubana y después en la argentina. Pudiendo ganar mucho más dinero, nunca cedió a los cantos de sirena de Alejandro Romay, entonces "zar" indiscutible de Canal 9.
Fue un hombre bueno, un talento único. A pesar de los treinta años transcurridos, a Pepe Biondi se lo sigue extrañando como el primer día por él mismo y porque nadie supo ni pudo ocupar su espacio.
Pablo Sirvén
domingo, octubre 08, 2006
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